Aquellos que no sienten pasión alguna por ese fenómeno social que se llama fútbol no acabarán de entender, y no les importará nada, todo lo que se vivió en el mundo entero durante la tarde del pasado domingo con la final de la Copa del Mundo que se ha disputado en Catar. El enfrentamiento entre las selecciones de Francia y Argentina, una tierra en la que desde mi punto de vista se sobreactúa demasiado, dejó un reguero de bilis y lágrimas de alegría de esos millones de seres humanos afectados por el virus del fútbol. En ese juego, o se toma partido, o no hay emoción alguna, más allá del gusto que se sienta por la ¿estética? de una disputa elemental derivada de la persecución de una pelota por parte de 22 tíos, 11 contra 11.
Bien, pues con todo ello, llevamos dos días, y los que todavía quedan, con la final histórica del reciente Mundial en todas las televisiones. Los argentinos han conseguido una gesta, se dice, y todo un país, millones de personas, toman las calles como enloquecidas. Es el fútbol, el mismo deporte al que también se juega aquí.
El equipo de esta pequeña ciudad, y esto va para los que sí saben de los trastornos que produce ser forofo o seguidor o aficionado o cómo quieran llamarlo, está cuajando una temporada que sí es histórica por su trascendencia deportiva. Lidera con mano férrrea un grupo de la llamada Segunda RFEF en la que compite con canteras de clubs de Primera División y con equipos de ciudades catalanas, valencianas y de Islas Baleares que manejan presupuestos enormes y representan a poblaciones que nada tienen que ver con la España vacía, al contrario. Con estos antecedentes sí se puede decir que lo del CD Teruel se está convirtiendo en una gesta, humilde, pero gesta, cuya resolución está prevista para la primavera y que, si es como ahora aparenta, igual consigue romper la frialdad social que por momentos detectan los rectores del club y concitar la pasión, desbordada entonces también, de los cuatro gatos que ahora viven como en un sueño.