“Un viento glacial azotaba el pueblo como a un crío que no se puede defender. Los sembrados de azafrán amanecieron con un manto blancuzco, el primer fascículo de un invierno que siempre llegaba por entregas: primero, el aire gélido; semanas después, la niebla y la cencellada; finalmente, la nieve”.
El párrafo inicial del libro Los ingratos, de Pedro Simón, me ha transportado directamente a los días de mi niñez en el pueblo, cuando, visto lo visto ahora, uno vivía en otro planeta. El autor del libro describe un tiempo más que remoto en un territorio rural que ya solo aparece en los libros y que permanece todavía en la memoria de mi generación, la última que conoció aquellas formas de vida.
Esta reflexión viene a cuento de algunas cuestiones de actualidad sin nexo alguno entre ellas, más allá del que yo he querido encontrar: el 25 aniversario de Teruel Existe, por ejemplo, y lo que considero un cambio climatológico más que notable. Si estoy confundiendo el tocino con la velocidad se verá a continuación.
El movimiento Teruel Existe está de enhorabuena porque ha puesto en valor todo lo realizado a lo largo de un cuarto de siglo, pero todo en la vida necesita evolucionar y ahora llega el tiempo de que explique y delimite bien qué Teruel defiende en el plano de las ideas: si un conjunto de núcleos mortecinos junto a una capital de pujanza moderada, si prioriza salvar lo que quede del mundo rural y mantener el pulso de las localidades más pobladas o solo lo primero o solo lo segundo. El Teruel de conjunto ya no es posible.
La gran mayoría de los pueblos están condenados, el frío gélido que describe Simón ha desaparecido con el cambio climático, pero la sensación es la misma si uno se adentra por las calles de muchas localidades turolenses en este diciembre: no hay nadie.
Y donde no hay nadie poco se puede hacer, más allá de exaltar lo bucólico y recordar lo que fuimos y ya no seremos. Mi generación ya tiene asumido que el futuro es urbano, no perdamos fuerzas en lo que ya solo es material literario.
El párrafo inicial del libro Los ingratos, de Pedro Simón, me ha transportado directamente a los días de mi niñez en el pueblo, cuando, visto lo visto ahora, uno vivía en otro planeta. El autor del libro describe un tiempo más que remoto en un territorio rural que ya solo aparece en los libros y que permanece todavía en la memoria de mi generación, la última que conoció aquellas formas de vida.
Esta reflexión viene a cuento de algunas cuestiones de actualidad sin nexo alguno entre ellas, más allá del que yo he querido encontrar: el 25 aniversario de Teruel Existe, por ejemplo, y lo que considero un cambio climatológico más que notable. Si estoy confundiendo el tocino con la velocidad se verá a continuación.
El movimiento Teruel Existe está de enhorabuena porque ha puesto en valor todo lo realizado a lo largo de un cuarto de siglo, pero todo en la vida necesita evolucionar y ahora llega el tiempo de que explique y delimite bien qué Teruel defiende en el plano de las ideas: si un conjunto de núcleos mortecinos junto a una capital de pujanza moderada, si prioriza salvar lo que quede del mundo rural y mantener el pulso de las localidades más pobladas o solo lo primero o solo lo segundo. El Teruel de conjunto ya no es posible.
La gran mayoría de los pueblos están condenados, el frío gélido que describe Simón ha desaparecido con el cambio climático, pero la sensación es la misma si uno se adentra por las calles de muchas localidades turolenses en este diciembre: no hay nadie.
Y donde no hay nadie poco se puede hacer, más allá de exaltar lo bucólico y recordar lo que fuimos y ya no seremos. Mi generación ya tiene asumido que el futuro es urbano, no perdamos fuerzas en lo que ya solo es material literario.