Los girasoles miran hacia el suelo, deprimidos tal vez por ese sol que no ha asomado en toda la mañana y que la bruma que ha dejado la lluvia amenaza por ser el obstáculo definitivo. Si te paras a escuchar, apenas se oye algo, todo es silencio y calma. El campo, el pueblo, padecen dormidos. Es diciembre y todo está parado.
En esta mañana de finales de un diciembre letárgico, como suelen ser todos los diciembres en el valle del Jiloca, suena a lo lejos el leve rumor de un tren que se acerca camino de Zaragoza, ese destino confeso de tantos y tantos lugareños que buscaron un nuevo modelo de vida. El tren surca la vía, recta, muy recta, en ese tramo y rompe el ensimismamiento del observador. La paradoja del viaje, de la marcha del lugar de origen, se hace gráfica y, tras el convoy que se aleja, vuelve la calma, el silencio, prácticamente la nada.
Queda, no obstante, el testigo en el paisaje de los emprendedores, de todos aquellos que han optado por permanecer y que cultivan y mantienen viva una tierra que, aunque dura y difícil de domar, sigue dando unos frutos que ya no son resultado de sudores y sí de potentes tractores y otras maquinarias que habrían dejado con la boca abierta a los abuelos de estos agricultores. También salpican la llanura callada los puntos blancos coronados de rojo de muchas granjas que complementan la economía de todos estos pobladores que ahora, dado lo temprano de la mañana, se desperezarán en sus hogares.
Este diciembre húmedo y de tiempo templado, repleto de prisas de última hora para comprar y comprar, organizar las fiestas y encontrarse con la familia o amigos, se ve distinto desde aquí, a estas horas extrañas, y es inevitable recordar cómo fueron otros muchos diciembres vividos en este mismo lugar.
Percibo que fueron más ruidosos y mucho más fríos, desde luego, pero lo más añorado es que también fueron más tumultuosos y tanta tranquilidad produce cierto desasosiego. Vuelvo a mirar al tren que apenas es un puntito oscuro en el horizonte.