Las tardes de aquellos sábados estaban completamente condicionadas a la climatología. Si el sol aparecía y el viento era calmo o ni siquiera era, tocaba calles, plazoletas, campo en general; horizontes abiertos para derrochar la imaginación.
Si el día era crudito había que buscar alternativas y no eran muchas. La Sesión de Tarde de la televisión única de aquellos sábados terminaba antes de la cinco y entonces quedaba mucho, mucho tiempo por delante. Todos los ojos y pensamientos se dirigían entonces a la casa de Miguel y más concretamente al estado de ánimo del padre de Miguel. De él dependía o no que nos dejara jugar con el fabuloso Scalextric, la gran novedad del universo de los juegos infantiles de aquella época.
Justamente ahora, cuando se acaban de cumplir los 60 años de la aparición en España de aquel artilugio, con un éxito de ventas y uso muy superior a sus primeros tiempos y con la intención declarada por el fabricante de seguir uniendo a diferentes generaciones, uno regresa a aquellos primeros tiempos de las pistas extendidas en aquel granero. En el coche rojo y el azul, rivales condenados a mantener un enfrentamiento inmisericorde, depositaban los chavales sus ansias de sentirse un piloto de carreras.
Aquel Scalextrix significó un punto de inflexión en los planes sabatinos y una prueba palpable de la capacidad del padre de Miguel para cumplir los sueños de su hijo. Los demás, que no teníamos ni la más remota esperanza de tener semejante juguete, tuvimos que rendirnos a la voluntad de Miguel para seguir disfruntando de aquello. Nunca tuvo Miguel tantos aspirantes a gozar de su amistad y confianza y, hay que reconocerlo, jamás tuvo un comportamiento déspota con nosotros. Fue solidario y generoso cuando no sabíamos si quiera qué significaban esos términos y por eso aquel Scalextrix tuvo tan poco recorrido útil. Quizá fue también un instrumento paternal para hacer de aquel niño un hombre bueno.