El hermano Tomás sabía más que los ratones coloraos porque, no en vano, llevaba toda su vida, que ya era muy larga, lidiando con los niños que vivían en los internados de la congregación. Por eso, precisamente por eso, por la larga experiencia acumulada, nunca hizo uso de la fuerza o mostró un carácter agresivo frente a los pequeños, al contrario de otros colegas educadores que con él convivían en el colegio. Tomás era responsable de toda la logística que necesitaban los colegiales, cuadernos, bolígrafos, gomas de borrar, folios, cartulinas y todo eso que ahora compran, solícitos, los padres.Proporcionaba, además, algo parecido al hálito paternal que echaban de menos los pequeños,
Su cercanía se traducía en frases y gestos que relajaban y templaban el ánimo de los chavales. Cuando estos ya estaban tranquilos, pasado el revuelo del recreo, se solía formar un corrillo alrededor de aquel hombre ensotanado, alto y recio, amigo de la gestualidad para escuchar frases como una mano lava a la otra y las dos lavan la cara. Las moralejas del hermano Tomás fueron lo primero que recordó el grupo de exalumnos que, muchos, muchos años después, volvió a pisar aquel vestíbulo del colegio, donde el bonancible Tomás tenía su despacho y el cuarto de aviatuallamiento de material escolar.
Como entonces, aquel amplio espacio fue lo primero que pisaron los regresados al que fue su colegio y hogar, todo en uno, y el viaje en el tiempo fue inevitable: las mismas paredes, otros símbolos y decoraciones; el mismo suelo, distinta luz ambiental, el mismo edificio, pero otro aroma afectivo.
Aquella sala donde comenzó la aventura de la educación para unos niños de pueblo de los setenta, siendo la misma, ya no provoca la angustia de las despedidas de entonces sino el ansia por recordar. No hay lloros sino ganas de abrirse a los recuerdos, los propios y los que uno generó en los demás. Tomás unió todos ellos.