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“Hasta que la sombra de la casa no alcance la mitad de la calle no sales de casa”. Mi madre lo tenía claro: había que frenar el ansia del pequeño por escaparse nada más comer para recorrer el pueblo bajo un sol de justicia que quemaba la piel y achicharraba el cerebro. Paradójicamente, lo que antes suponía un auténtico sacrificio, la dichosa siesta obligatoria, ahora se ha convertido en un auténtico placer. Es una más de tantas transformaciones que trae la edad, como el amor a los platos de cuchara tan denostados cuando uno es apenas un crío.
Y es que no hay nada como el verano para revivir aquellas primeras sensaciones que proporcionan las vacaciones escolares en épocas donde no había redes sociales y los pueblos, para aquellos que los podían disfrutar, significaban la primera toma de contacto con la libertad de movimientos sin apenas límites. El popular humorista José Mota recuerda sus veranos en Montiel, su localidad natal en La Mancha, como un tiempo de vida permanente en un gran parque de atracciones.
Ahora, cuando a los más pequeños se les planifica el estío con campamentos, talleres de expresión artística, de competiciones deportivas y otras vainas, gente como el escritor Manuel Vicent reivindica el tiempo de sus primeros años en el que el salitre y olor a algas impregnaban los escenarios de sus primeros juegos sin otro horizonte que la puesta de sol para regresar a su casa.
Y es que el verano también sirve como argumentario para analizar cómo el tiempo ha transformado los usos y costumbres de la niñez. Las cuadrillas que ahora deambulan por las calles de pueblos y ciudades apenas gritan o rien, van ensimismados en sus móviles y se mueven con un ritmo cansino. Nada parecido al tiempo de exploración y aventura que experimentamos otros, cuando el reto máximo era pasar un montón de horas fuera de casa sin programa de actividades alguno.
A los niños de esta época ya no les importa el tamaño de la sombra. Seguro que tendrán otras referencias.
Y es que no hay nada como el verano para revivir aquellas primeras sensaciones que proporcionan las vacaciones escolares en épocas donde no había redes sociales y los pueblos, para aquellos que los podían disfrutar, significaban la primera toma de contacto con la libertad de movimientos sin apenas límites. El popular humorista José Mota recuerda sus veranos en Montiel, su localidad natal en La Mancha, como un tiempo de vida permanente en un gran parque de atracciones.
Ahora, cuando a los más pequeños se les planifica el estío con campamentos, talleres de expresión artística, de competiciones deportivas y otras vainas, gente como el escritor Manuel Vicent reivindica el tiempo de sus primeros años en el que el salitre y olor a algas impregnaban los escenarios de sus primeros juegos sin otro horizonte que la puesta de sol para regresar a su casa.
Y es que el verano también sirve como argumentario para analizar cómo el tiempo ha transformado los usos y costumbres de la niñez. Las cuadrillas que ahora deambulan por las calles de pueblos y ciudades apenas gritan o rien, van ensimismados en sus móviles y se mueven con un ritmo cansino. Nada parecido al tiempo de exploración y aventura que experimentamos otros, cuando el reto máximo era pasar un montón de horas fuera de casa sin programa de actividades alguno.
A los niños de esta época ya no les importa el tamaño de la sombra. Seguro que tendrán otras referencias.