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Juanjo Francisco

Se cayó esa fotografía al barajar viejos papeles acumulados en un cajón de la mesita que rescató de la casa de sus padres, pozo sin fondo de todo aquello que se deja ahí, a la espera de un lugar más idóneo que nunca se encuentra.

Entre las facturas y algunos que otros billetes de tren y bonos de metro caducados, la foto daba color a la tónica sepia general. Al recogerla le brotó una sonrisa que rompió el ensimismamiento que  produce explorar información desfasada. Ella sale del mar, apenas le da tiempo a sujetarse la falda, larga y estampada, para que no se le moje. Ríe mientras la larga melena negra le tapa casi por completo el rostro, la espuma del agua le cubre los tobillos donde terminan unas piernas morenas y su mirada, divertida, se dirige a la cámara que capta el instante. Idealizar el primer amor es lo más corriente del mundo, piensa ahora, mientras casi vuelve a sentir por momentos esa angustia de entonces que ya nunca volvió a notar.

La cantidad de tonterías que cometió en aquellos días apenas se apuntan en esa foto, tan tópica y repetida, pero los 17 le convierten a uno en pura carne de cañón. Lo que vino después de aquel verano solo le trae malos recuerdos, endulzados, quién se lo iba a decir, por un presente, una cotidianidad que a fuerza de ser rutinaria es del todo balsámica.Ni los culebrones venezolanos hubieran dibujado un mejor guión.

De ese instante antiguo que le muestra la fotografía extrae a fin de cuentas una lección de superación personal, de coraje y de capacidad de perdón. Ella, tan grácil y plúmbea en sus ademanes y trato con la gente, fue de lo más rastrerilla cundo decidió partirlo por la mitad y hacer lo que hizo. Andrés, el gran amigo, el compañero del alma, al que recordaba siempre que leía los poemas de Miguel Herández, fue finalmente el elegido para todo lo vino después: la vida entera.

Ahora cruzará la calle intentando aguantarse la sonrisa y ese regustillo de sabor a revancha. Tocará el timbre y se imagina que ella abrirá la puerta, como ha hecho tantos y tantos días, sin más emoción que el gesto mecánico de la buena vecindad, para recibir después esa vieja foto como otra evidencia prosáica de una herida cicatrizada.