Estos días me pregunto cuántos de los niños que en los primeros ochenta se pertrechaban en octubre de ropa invernal en el mercadillo de Mosqueruela para afrontar los duros meses que se avecinaban en los pueblos del Maestrazgo y Gúdar habrán fijado su residencia y echado raíces en las localidades de ese territorio. Me temo que pocos. Una niña de entonces, ahora felizmente instalada en Teruel con su propia familia, me ha contado muchas veces que recuerda con nostalgia los calcetines que le compraba su madre en aquellos puestos que cubrían las necesidades de las gentes de la zona. Ella ya no compra en Mosqueruela.
El escenario de aquel recuerdo de mi amiga ya no existe y tampoco quedan muchas de aquellas familias que ella guarda en su imaginario vital. Los pueblos del Maestrazgo de los ochenta tienen muchos menos habitantes y la soledad cotidiana ha acabado con el bullicio de entonces. Esa comarca está ahora en boca de muchos por la polémica levantada alrededor del clúster eólico y algunos defienden la primacía del paisaje y del entorno natural sobre cualquier otra consideración. Curiosamente, entre las gentes que todavía permanecen en esos pueblos, representadas por sus ayuntamientos, también hay quienes piensan distinto. Por eso han aceptado la instalación de esas infraestructuras con todos los imponderables que acarrean. En esos pueblos han primado la prosa sobre la poesía y la economía manda. Solamente quienes han experimentado la dureza que entraña ganarse la vida en el medio rural pueden comprender el tamaño de la renuncia, léase impacto medioambiental, que se afronta con el clúster. En los municipios del Maestrazgo turolense han visto cómo sus homólogos castellonenses disfrutan de unas prebendas económicas que ellos no tienen y a ese ejemplo se han aferrado.
Vivir en la montaña es bonito, hasta bucólico, siempre y cuando se disponga de recursos sin que tengas que trabajar en unas tareas cuyo rendimiento no siempre es acorde con el esfuerzo realizado. Si así no fuera, en Mosqueruela, por ejemplo, se venderían todavía millares de calcetines.
El escenario de aquel recuerdo de mi amiga ya no existe y tampoco quedan muchas de aquellas familias que ella guarda en su imaginario vital. Los pueblos del Maestrazgo de los ochenta tienen muchos menos habitantes y la soledad cotidiana ha acabado con el bullicio de entonces. Esa comarca está ahora en boca de muchos por la polémica levantada alrededor del clúster eólico y algunos defienden la primacía del paisaje y del entorno natural sobre cualquier otra consideración. Curiosamente, entre las gentes que todavía permanecen en esos pueblos, representadas por sus ayuntamientos, también hay quienes piensan distinto. Por eso han aceptado la instalación de esas infraestructuras con todos los imponderables que acarrean. En esos pueblos han primado la prosa sobre la poesía y la economía manda. Solamente quienes han experimentado la dureza que entraña ganarse la vida en el medio rural pueden comprender el tamaño de la renuncia, léase impacto medioambiental, que se afronta con el clúster. En los municipios del Maestrazgo turolense han visto cómo sus homólogos castellonenses disfrutan de unas prebendas económicas que ellos no tienen y a ese ejemplo se han aferrado.
Vivir en la montaña es bonito, hasta bucólico, siempre y cuando se disponga de recursos sin que tengas que trabajar en unas tareas cuyo rendimiento no siempre es acorde con el esfuerzo realizado. Si así no fuera, en Mosqueruela, por ejemplo, se venderían todavía millares de calcetines.