La contraventana, carcomida, descolorida y desvencijada a más no poder, se aferra a una única bisagra, último baluarte ante una caída inminente que la condenará a ser un resto más de tantos que, en el suelo del callejón, atestiguaban que una vez hubo vida en ese caserón, que cobijó gentes y protegió sueños.
El viento de ese enero incipiente proporciona una banda sonora irregular por discordante a esa soleada mañana. Sobre los tejados, reflejos de escarcha picoteada por algún estornino madrugador, unas piedras desafían al vacío sujentando con su peso el afán volandero de las tejas viejas.
Como por arte de magia, la maleza apenas deja vislumbrar las formas de un lavadero cuyo techado agujereado permite que haya restos de agua estancada, sucia.
Entre la bruma matinal aún parecen resonar, si uno se queda quieto, las risas de las jóvenes que antaño -cuánto no lo sé- se reunían cada mañana para dejar como un sol sábanas y manteles.
Donde la herrería el tiempo no ha podido eliminar los montones de escorias acumulados por tres hombres, el padre y dos hijos, que trabajaron a destajo para que aladros y herraduras no fueran obstáculos que retrasaran las faenas del campo. Luego, cuando llegaron las engavilladoras y los primeros remolques, las tareas se multiplicaron y ni las horas nocturnas eran suficientes.
En la plaza, el trinquete mantiene mal que bien la figura igual de maltrecha que todo lo que hay alrededor: el edificio del ayuntamiento, que también albergó las escuelas, desafía el paso del tiempo con una majestuosidad solo comparable a la de la iglesia, condenados todos a un olvido milenario.
En la carretera, justo en la salida del pueblo, un bache despeja la mente de la modorra. En la solana de la tapia del cementerio, como tantas veces ocurrió, por un momento parece que se vuelve a repetir la escena de reunión diaria de los viejos del lugar. Un mentidero de verdades futuras.
“Adiós chaval, en unos años todo esto quedará vacío porque tú tampoco tendrás nada que hacer aquí”.
La gravilla golpea la chapa al acelerar y el firme obliga a aferrarse al volante.