La ventana de mi comedor da al patio de un colegio del barrio. Mientras me expongo unos minutos a los primeros rayos del sol del día que atravesaban la ventana, he aprovechado la semana para ser testigo de algunos reencuentros que, por la efusividad del saludo, apreciaba que eran realmente verdaderos.
Observé a dos chicas que, calculé a ojo, no sumaban juntas los diez años. El día que estrenaron curso se dieron un apretón de más de diez segundos, como se abrazan aquellos que se quieren de verdad. Otra chica, Paola, rubia con el pelo rizado por los hombros y ojos color miel, corrió hacia su amiga con los brazos abiertos cuando escuchó su nombre salir de su boca. Otro chaval todavía muy pequeño y muy menudo saludó con la mano a Lucía, que se resistía a soltarse de su madre, que le confesaba a otra progenitora que a ella sí le iba a costar el desapego después de casi tres meses juntas.
¡Caray! Pensé que tres meses, con todos sus días y todas sus noches, son muchas jornadas consecutivas para pasar con los hijos. ¿Cómo hacen las familias para trabajar y a la vez cuidar a sus hijos durante las eternas vacaciones de verano? En la farola que hay en el parquin del mismo recinto escolar todavía está pegado el cartel que colgaron los directivos del colegio en junio ofreciendo un servicio de campamentos de día.
Eché un ojo por curiosidad, y me quedé perpleja al saber que, para que el niño vaya al colegio en julio durante el horario escolar, de nueve a tres, cada familia debía pagar 140 euros ¡a la semana! El mes sale por 560 euros, eso, con suerte, si tiene un hijo. Si son dos, la factura sube a más de mil euros.
Esto, sin haber puesto un pie todavía en la playa. ¿Quién demonios es capaz de sostener semejante gasto?
Dicen los padres a los niños también se les ha hecho largas las vacaciones. Yo creo que habría que preguntarles a ellos para confirmarlo o desmentirlo. Seguro que los chavales te dicen que el verano ha molado y, si pudieran elegir, preferirían vivir eternamente con el bañador puesto y sin horarios para comer ni para dormir.
Pero la rutina nos conecta con la tranquilidad y el reposo del día a día, con nuestros hábitos. Nos da estabilidad. Los críos no saben qué es eso, pero por los gritos que han entrado esta semana por mi ventana desde ese patio podría confirmar que, aunque lo negarán hasta la tumba, a ellos también les gusta la vuelta al colegio.
Volver al colegio significa forrar libros y estrenar libretas, lapiceros y mochila. Volver al colegio significa mejorar la comprensión lectora, las matemáticas y la gramática, aprender los ríos de España y las capitales de provincia.
Volver al colegio significa entender lo importante que es la escuela, un trampolín para aquellos menores sin recursos que saben aprovechar todo el conocimiento que se les aporta dentro de estas paredes.
Volver al colegio significa respetar al profesor, al maestro que enseña y que sirve de guía y de luz para que los más pequeños encuentren el sentido de su vida cuando crecen y toca decidir qué camino tomar. Larga vida a los maestros y todos mis respetos para todos ellos.
Observé a dos chicas que, calculé a ojo, no sumaban juntas los diez años. El día que estrenaron curso se dieron un apretón de más de diez segundos, como se abrazan aquellos que se quieren de verdad. Otra chica, Paola, rubia con el pelo rizado por los hombros y ojos color miel, corrió hacia su amiga con los brazos abiertos cuando escuchó su nombre salir de su boca. Otro chaval todavía muy pequeño y muy menudo saludó con la mano a Lucía, que se resistía a soltarse de su madre, que le confesaba a otra progenitora que a ella sí le iba a costar el desapego después de casi tres meses juntas.
¡Caray! Pensé que tres meses, con todos sus días y todas sus noches, son muchas jornadas consecutivas para pasar con los hijos. ¿Cómo hacen las familias para trabajar y a la vez cuidar a sus hijos durante las eternas vacaciones de verano? En la farola que hay en el parquin del mismo recinto escolar todavía está pegado el cartel que colgaron los directivos del colegio en junio ofreciendo un servicio de campamentos de día.
Eché un ojo por curiosidad, y me quedé perpleja al saber que, para que el niño vaya al colegio en julio durante el horario escolar, de nueve a tres, cada familia debía pagar 140 euros ¡a la semana! El mes sale por 560 euros, eso, con suerte, si tiene un hijo. Si son dos, la factura sube a más de mil euros.
Esto, sin haber puesto un pie todavía en la playa. ¿Quién demonios es capaz de sostener semejante gasto?
Dicen los padres a los niños también se les ha hecho largas las vacaciones. Yo creo que habría que preguntarles a ellos para confirmarlo o desmentirlo. Seguro que los chavales te dicen que el verano ha molado y, si pudieran elegir, preferirían vivir eternamente con el bañador puesto y sin horarios para comer ni para dormir.
Pero la rutina nos conecta con la tranquilidad y el reposo del día a día, con nuestros hábitos. Nos da estabilidad. Los críos no saben qué es eso, pero por los gritos que han entrado esta semana por mi ventana desde ese patio podría confirmar que, aunque lo negarán hasta la tumba, a ellos también les gusta la vuelta al colegio.
Volver al colegio significa forrar libros y estrenar libretas, lapiceros y mochila. Volver al colegio significa mejorar la comprensión lectora, las matemáticas y la gramática, aprender los ríos de España y las capitales de provincia.
Volver al colegio significa entender lo importante que es la escuela, un trampolín para aquellos menores sin recursos que saben aprovechar todo el conocimiento que se les aporta dentro de estas paredes.
Volver al colegio significa respetar al profesor, al maestro que enseña y que sirve de guía y de luz para que los más pequeños encuentren el sentido de su vida cuando crecen y toca decidir qué camino tomar. Larga vida a los maestros y todos mis respetos para todos ellos.