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Qué suerte

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Ana I. Gracia

A Martín le diagnosticaron un cáncer de estómago hace un año y un mes. Le tocó una variante rarísima de la que casi nada se sabía. Se le fueron al traste las carreras por el monte, un año de Erasmus en Italia y todas las salidas nocturnas con los colegas. Todos los problemas que le nublaban el día entero se anularon con el diagnóstico y, desde ese día, en su vida sólo hay una obsesión: curarse.

Peregrinó por las consultas de todos los oncólogos especialistas en su enfermedad, que coincidían en que, en ese laberinto que le había metido la vida, había difícil salida. El chaval se resistía a asumir el diagnóstico y buscaba y buscaba y buscaba hasta que contactó con un médico en Estados Unidos que presumía de haber salvado a enfermos con la misma variante maligna que él sufría.

Le recibió una semana después en su consulta de la costa Este de Estados Unidos y observó una grieta de esperanza en su mirada. Le habló de un tratamiento experimental que en Europa aún no estaba autorizado pero que ya había salvado la vida de varios pacientes. Martín firmó el consentimiento y se quedó.

¿Qué tengo que perder? ¿Morirme antes de lo que dicen las estadísticas? Así convenció a su familia de que se quedaba. Llevaba maleta para tres días y se quedó al otro lado del Atlántico los tres meses que te permite el visado de turista. Sobrevivió todo ese tiempo gracias a los sorteos y a las galas benéficas que organizaron sus amigos y familiares en el pueblo, que le mandaban de forma íntegra para ayudarle al mantenimiento. El coste del tratamiento superó el millón de dólares, pero los cercanos a Martín se conjuraron sortear también aquel obstáculo… y lo consiguieron.

El proceso fue durísimo. El muchacho se pasaba más de doce horas conectado a una máquina que le dejaba baldado durante los tres siguientes días. A los vómitos y la fiebre superando los treinta y nueve grados de temperatura se añadía un dolor de cabeza terrible y una hipertrofia muscular que lo dejaba agarrotado. El estar solo viviendo en un triste hostal, el más barato que encontró, a miles de kilómetros de casa, solo se soportaba pensando en la remontada.

Para ganarle el pulso a la adversidad, Martín se puso de tarea diaria pensar en cosas buenas y bonitas cuando terminaba la jornada, cuando se metía en la cama. Pensaba en su novia Laura, que lo esperaba en Madrid y cada día le recordaba todos los planes que aún les quedaban por hacer. Se sintió afortunado por tener una casa grande y luminosa y una madre que cada día le tenía preparado un guiso cuando volvía de la universidad.

Dio las gracias por haber nacido en un país como España, con un sistema sanitario público, universal y gratuito, que no te pasa la tarjeta de crédito antes de operarte. Y por disponer de un sistema educativo público de calidad, que premia al que estudia.

Así pasó Martín su estancia en Estados Unidos, agradecido ante la adversidad y esquivando la pena y la melancolía. El chaval tuvo que volar un par de veces más, acabó definitivamente el tratamiento en octubre y tuvo que esperar hasta diciembre para someterse al chequeo definitivo. Estaba convencido de que lo había superado porque lo que la mente cree, el cuerpo lo crea.

Los médicos en España le reprocharon el atrevimiento y le responsabilizaron de cualquier cosa que le pudiese pasar, ¡como si alguien le hubiera dado una mínima esperanza de darle la vuelta a aquella letal lotería!

A principios de diciembre le llegaron los resultados: estaba completamente limpio. ¡Martín estaba curado! Ese día, la familia lo celebró con un banquete en el restaurante más grande del pueblo, que se abrió para todos los que quisieron ir.

El padre de Martín acumulaba una veintena de décimos de Lotería para el sorteo del pasado domingo y, en los postres, decidió sortear todos los números entre los invitados porque a él ya le había tocado el Gordo.