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Perfeccionistas

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Ana I. Gracia

Me flipan los perfeccionistas. Son personas que ejecutan su trabajo con el mimo y el cuidado que todos brindamos el primer día. Son los que se paran y cuidan los detalles. Los que, pudiendo hacer el trabajo de una forma mecánica, eligen hacerlo con cariño y con esmero. Y ese esfuerzo, cuando cada vez hay más gente agriada, frustrada, cansada, se ha convertido en un verdadero acto de rebeldía.

Me refiero al camarero que te pone el café corto de café con una gota, solo una, de leche fría, y sabe que hoy no tienes un buen día por la manera en la que le miras cuando entras en su cafetería. Y su cocinera, que conoce que te pirra el cocido y, cuando te ve, ya a la hora del desayuno, te anuncia que para este mediodía tiene unos garbanzos que quitan el frío y el hipo.

Hablo de la maestra que le pone un “¡muy bien, sigue así!” en el examen a Laura, consciente de que la niña tiene problemas en casa y con esas cuatro palabras, con solo cuatro, puede ayudar a la criatura a salvar el curso escolar.

Apuesto por el panadero que te guarda la barra más blanca que tiene y te ofrece la última que ha sacado del horno para que te aguante hasta las tostadas de la mañana siguiente. Y te mete en la bolsa una magdalena, para que te la meriendes a media tarde.

Aplaudo al conductor del autobús que da los buenos días y sonríe a cada pasajero que sube a su vehículo en cada parada durante las ocho horas que se alarga su jornada laboral y espera el tiempo que tenga que esperar sin arrancar hasta que un anciano con movilidad reducida consigue sentarse en un asiento.

Me refiero también a la farmacéutica que te recuerda que llevas un mes sin tomar este medicamento y te pregunta si el médico de cabecera ya te ha dicho que dejes de tomártela. La asistenta social, que toca el timbre de la casa de tu abuela cuando va a buscar a la hija a la escuela para comprobar que la señora está bien porque vive sola y no le cuesta nada pasar por allí y darle en la puerta y saludarla y así todos nos quedamos más tranquilos.

Pienso en el carnicero que sabe que las lonchas del pavo te gustan muy finas y siempre te corta diez, que son las que necesitas para toda la semana. Antes de irte te ofrece los huevos del corral que trae de su granja y te ha guardado media docena porque hace tres días que te llevaste los últimos seis.

Hablo del zapatero al que le llevaste las botas altas de invierno para que te pusiera las tapas nuevas y ya de paso te los ha limpiado con una crema nueva que te las ha dejado como si las acabaras de comprar. Me como la cara de la costurera que coge los bajos de la falda en tiempo récord y, encima, te la entrega planchada. Tú sabes sin que nadie te lo tenga que decir que se la dejaste hecha un ovillo, como una uva pasa.

Me quedo con la profesora de la guardería que tuvo todo el recreo en brazos a María. La cría lloraba porque le dolía la tripa y la supervisora consiguió distraerle el dolor contándole un cuento nuevo sobre las nubes y el sol que después contó por la noche a su madre, ya en la cama, ya sin dolores.

Aplaudo a la frutera que recomienda que no cojas esa pieza en concreto, que tiene pinta de estar pocha, y te guía con la mirada hasta la otra, la de al lado, con mejor talante y mucho más duradera. Me asombra el pintor que te recomienda este color para la fachada del patio y no el que tenías en la cabeza y al cabo de las semanas te das cuenta de que tenía razón. Me río con el cartero que me sube una carta a casa y ya me avisa desde el portal de que esté tranquila, de que esta vez no es del Ministerio de Hacienda ni de la Dirección General de Tráfico.

Pienso en el médico que debía haber cerrado la consulta hace una hora, pero sabe que el paciente puede darle alguna pista del diagnóstico en algún momento de su narración y le deja que continúe detallándole las dolencias, a ver si con un poco de suerte acierta con lo que tiene.