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El amor y los feos El amor y los feos

El amor y los feos

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Ana I. Gracia
Recuerdo con mucha melancolía y bastante tristeza aquellos tiempos alejados de la bronca y del insulto, cuando los políticos discutían por las ideas, sí, pero también eran capaces de alegrarse por los éxitos personales ajenos.

Hablo de hombres y mujeres que abrazaban a un rival cuando le nacía un hijo, hasta se atrevían a desearles felicidad en público. Eran alcaldes, presidentes o ministros que preguntaban y se preocupaban por un problema personal sobrevenido a un contrincante en el ayuntamiento o en la diputación. ¡Hasta se podía casar un afiliado del PP con alguien del PSOE!

Entonces era la regla y no la excepción respetar que un rival compartiera con la sociedad la felicidad personal que atravesaba justo en ese momento, sin pensar en el rédito político que pudiera darle o quitarle aquel evento íntimo.

Algo se rompió cuando nos envolvieron con el mantra de que todo lo personal ya es política, cuando se instaló el no nos representan, el escrache frente a la casa del gobernante que piensa diferente o cuando se animó a rodear una institución. La sociedad se atragantó con aquel jarabe democrático que se bebió de un trago y resultó que no era un medicamento, sino un gas tóxico que infectó la atmósfera política que venía presentando síntomas de putrefacción.

He leído y he escuchado toneladas de críticas sobre la boda de José Luis Martínez-Almeida y Teresa Urquijo. Que vaya par de feos, que qué antiguos, asaltacunas, si podría ser su padre. Me sorprendió que las soflamas vinieran de aquellos que defienden la causa del frágil, del distinto: del pobre, del sintecho, del discapacitado, del adopta un abuelo, del trans, del catalán que no puede hablar catalán en Segovia.

Los que se ríen de la cara y a la cara del alcalde de Madrid son los mismos que se revuelven ante la lacra del machismo, los que quitan la equis de la Iglesia en la declaración de la Renta, los que llenan las calles cada 8 de marzo para que las mujeres tengan los mismos derechos que los hombres. Pero si son feos y son feas y tienen la suerte de venir de una buena familia… pobre de ellos. Entonces los feos lo tienen realmente jodido.  

No sé qué tipo de boda vieron ustedes el sábado. Yo observé que la gente estaba radiante y feliz. A un novio que no podía ocultar su nerviosismo, alguien a quien se le quebró la voz cuando recordó a sus padres muertos. A una novia que rindió homenaje a su abuela y a su madre luciendo el traje que ellas mismas llevaron en sendos enlaces matrimoniales. A dos familias y amigos felices porque sus respectivos parientes se hayan encontrado y enamorado en este difícil transitar que es la vida.

Me resisto a creer que hay alguien incapaz de ver la vida que hay cuando se cruza la frontera de unas siglas, de un cargo, de un apellido. La vida es mucho más bonita, más pura, más sana, cuando eres capaz de quitarle el traje al político y alegrarse por el hombre que se casa al borde de derribar la barrera de los 50 años. ¡Solteros, hay esperanza!

Se puede disfrutar de ver el primer beso que se dan unos recién casados, aunque sea en la mejilla. Uno puede reírse del baile nupcial que los novios bailan como dos patos mareados, sea un chotis o un vals, aunque él sea un alcalde del PP y la abuela de ella sea prima hermana del rey emérito. Se puede tararear el himno del equipo favorito del novio cuando se canta a pelo en el convite, aunque el entrenador y el presidente estén entre los invitados.  

Se puede y se debe respetar que dos personas se casen ante Dios y que no vivan juntas antes de unirse en matrimonio. Se puede y se debe respetar que uno decida casarse con alguien veinte años mayor o veinte años menor, si es consentido. Se puede y se debe respetar el amor, que es lo único que importa, y porque los feos también tienen derecho a escribir su propia historia como les dé la santa gana.