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‘El 47’ ‘El 47’

‘El 47’

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Ana I. Gracia

La honorabilidad no es un concepto neutro. La honorabilidad, la dignidad, es la lucha por tener agua corriente en casa, la lucha por que asfalten tu calle, la lucha por contar con una línea de autobús, la lucha por disponer de una sanidad y una educación públicas. Eso es la dignidad, la honestidad, la integridad: la honorabilidad.

La Cataluña cosmopolita del siglo XXI lleva años reclamando al Estado la gestión de todo lo que generan y se han acostumbrado a mirar por encima del hombro a los demás. Como si fueran mejores. Pero el pasado, pasado es y no se puede borrar, por mucho amoniaco que se le eche.

El sábado fui de propio a ver El 47, una película que se adentra en la biografía de Manolo Vital, que viene a ser la historia de mi propia familia: un joven extremeño emigra a Cataluña influido por la necesidad de labrarse un futuro.

La Cataluña próspera y desarrollada de hoy es la que es gracias al trabajo de los charnegos, los miles de extremeños y andaluces que se asentaron por los alrededores de Barcelona durante el siglo XX. Fueron ellos, todos obreros, quienes sembraron la semilla de la vigorosa planta que ahora luce Cataluña, con el sudor en la frente y las manos agrietadas.

La historia de Manolo, basada en hechos reales, gira en torno a un conductor de autobús nacido en Valencia de Alcántara que llegó a Barcelona en plena represión franquista. Vital y algunos de sus paisanos se fijaron en Torre Baró, el barrio más periférico de Barcelona, situado al otro lado de una empinadísima montaña, donde no había absolutamente nada y que había que cruzar a diario para adquirir las piezas más básicas de subsistencia.

Juntos, a la hora del descanso, levantaron a pulso las casas que habitarían con sus familias. La ley marcaba que no se podía tirar una construcción que tuviera un tejado, así que se organizaron para alicatar cada noche un chamizo. Así, cuando viniera la policía, ya no podía echarles la casa abajo.

De día trabajaban donde encontraban y de noche edificaron el barrio, pero sus calles no estaban asfaltadas ni tenían farolas, el agua potable tardó años en llegar y los chicos aprendían a leer y escribir con los conocimientos y la paciencia de una mujer voluntaria asentada en el mismo término.

Con un colgante con una bellota verde, blanca y negra, los colores de la bandera extremeña, siempre colgado del pescuezo, Manolo Vital encontró el sustento conduciendo el autobús que cubría la ruta del 47. Le revolvía las tripas ver los itinerarios crecer por la periferia de Barcelona y comprobar que nunca llegaba hasta el suyo, el barrio que más fatigas pasaba.

Rellenó formularios, esperó horas a que le atendieran en el ayuntamiento, garabateó ‘Torre Baró es Barcelona” en una fachada pública, propuso a su empresa llevar él aquella ruta nueva, preguntó por el alcalde y al final un trabajador público que cogía el autobús que él conduce le presentó al político que se encargaba de alargar el recorrido del transporte público por el plano urbanístico.

No sirvió de nada el contacto porque, según afirmaron los que sabían, un autobús no entra por la única vía de acceso al distrito, farragosa y estrechísima. ¿Que no cabe? A Manolo aquel desprecio lo remató, así que secuestró su propio autobús y lo encajó en mitad de su barrio con el auxilio de los vecinos, que ayudaron con picos, palas y azadas a que el vehículo pudiera pasar por las zonas más complejas. ¿Cabe o no cabe?

Le arrestaron y fue juzgado, pero triunfó su lucha personal, que se convirtió en la lucha vecinal de Torre Baró. Después de aquello llegó una línea de autobús desde la que sus vecinos pudieron, al fin, transportar su dignidad.

Al terminar la película, la sala, ni una silla vacía, aplaudió hasta que se agotaron los rótulos. “Es mi vida”, sintetizó la señora que tenía sentada en la butaca de al lado. Y la de mi familia.