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Ligero de equipaje

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Mario Hinojosa

Un trayecto iniciático hacia la parte sumergida de mí mismo me llevó hasta El Cañigral. Así fue como descubrí por primera vez lo ignoto, y no salí indemne; sentí una radiación devastadora, una descarga en las tripas, la cartografía de las marcas indelebles del dolor en la piel, las capas geológicas del abandono y la soledad en un remoto paraje donde la magnitud del silencio era una desgarradora alegoría de las dentelladas del tiempo. Lo fácil hubiera sido imaginar que la Comala de Juan Rulfo, ese pueblo habitado por fantasmas, era lo que tenía ante mí.

La escuela devorada por las zarzas, los techos desplomados sobre las aulas, los irreductibles muros de las casas manteniendo el equilibrio agónico en un oxímoron de arquitectura sospechada o las enormes ruedas de un tractor tiradas por el suelo como un sofisma de la desolación, pero no, lo que veía era en una mística que sólo podría haber ideado aquí Ingmar Bergman en el jaque mate de su Séptimo sello.

Y en la cumbre de una loma un cementerio camuflado por una vegetación arisca donde sólo una lápida reluciente hacía pensar que allí hubo carne y hueso, Joaquín Rodilla Antón y Leandra Valero resplandecían en un recordatorio viviente de los que ya no tienen voz.

No podía seguir solo, tal vez porque no soportaba ese silencio colectivo, ese sufrimiento colectivo, así que le pedí a Rafael Hernández que me acompañase. Cuando pienso en él, veo de inmediato una imagen de la película de José Luis Cuerda, La lengua de las Mariposas, y ese fragmento del discurso del protagonista, tan digno, tan hermoso como sólo Manuel Rivas y la adaptación de Rafael Azcona lo podían simbolizar en Fernán Gómez: “Pero de algo estoy seguro: si conseguimos que una generación, una sola generación, crezca libre en España, ya nadie les podrá arrancar nunca la libertad. ¡Nadie les podrá robar ese tesoro!”, y él consiguió que así fuera con varias generaciones de niños en la escuela de Albarracín.

Y yo tenía la suerte de escuchar al maestro machadiano cuya voz áspera y magnética brotaba de manantial sereno, explicándome con una exquisita delicadeza lo que era un avellano, dónde salían las setas de cardo o qué era la espiritrompa. Mientras, recordaba cómo se bañaba en el Cabriel, en la cascada del Molino de San Pedro, donde me llevó a almorzar, aunque sé que en realidad lo hizo con la intención de descubrirme un trocito del paraíso.

Me habló de la espiritualidad de este increíble territorio que camina sin resignación, a pesar de los pesares, entre el cielo y la Tierra, y lo hizo con la distancia filosófica del último Juan de Mairena turolense.

En un momento giró la cabeza y se vio nadando, joven y entusiasta, como sólo son los jóvenes, y me fijé en el banco donde estábamos sentados y allí apareció de nuevo Machado: “grabadas iniciales que son nombres de enamorados, cifras que son fechas”. Y a mi cabeza llegaron  torbellinos de pueblos casi trasparentes: Toril, Masegoso, Arroyofrío, arquetipos de una posverdad congelada en los ministerios, hologramas de una linterna mágica detenida para siempre.

Al final tuvimos una bienvenida hollywoodiense en la montaña de Terriente, con un cuartel de la Guardia Civil que no era un cuartel, unos prados que no eran prados, eran campos de golf, y una dimensión urbana capaz de albergar a más de mil habitantes cuando ya no eran más que unos centenares, lo que aumentaba la sensación de estar en un sueño dentro de otro sueño.

El calor apretaba, nos tomamos algo en un bar, nos atendió Maribel que parecía emerger de una fábula o salir de un cuadro de Hopper.

Nada era lo que parecía. Mientras nos íbamos, alrededor de nosotros una nube de mariposas nos despedía, parecían guiadas por la voz tecknicolor de Fito Páez, miré por última vez a los ojos de Rafael, y lo imaginé recitando, “Campos de Teruel, conmigo vais, mi corazón os lleva”, y apreté el acelerador para que el nudo en la garganta no hiciera que se me desbordasen los ojos.