En un vals de cereales rapados, en una espiral opresiva entre las lomas, como un indomable armadillo que rehúsa moverse, aparece Celadas; un cometa recogido sobre sí mismo, el último rompeolas de la introspección esteparia. De fondo se levanta la imponente aleta dorsal de Sierra Palomera, un escualo de piedra y vértigo que sigue esperando su oportunidad entre dos hemisferios, la depresión del Jiloca, y las elevaciones que como Matriuskas se multiplican a su espalda. Ángel Peralta me traduce el paisaje, extendiendo sobre la sábana de la memoria un puñado de recuerdos y un puñado de sueños donde la ironía se convierte en un reducto para no dejar aflorar su enorme halo de bondad, una coraza tan impenetrable como frágil. Como secuencias encadenadas de Eisenstein, detrás de cada esquina creo ver un acorazado, tal vez el Potemkin, y un torrente, tal vez el del Moscova pero al revés, seco y asfixiante. Y Karpov y Kaspárov juegan una emocionante y patética partida sin tiempo mientas hablan de una pírrica cosecha, y una perrita da vueltas sobre un agónico infortunio; ¿será Laika? Y sin solución de continuidad, aparece él, es Alan Alda en M*A*S*H, o mejor, es Antonio Andrés Deocón, un atlante turolense sobre un jeep verde del ejército. Su sonrisa generosa contrasta con la perspectiva que me señala, el Parque de la Amistad o el Parque Ruso. Una imagen secreta de cuento trasplantado desde la taiga y la tundra a este pequeño pueblo aragonés de la resistencia, aunque hoy aparece enjaulado por una valla, una desoladora asimetría de las fuerzas gravitatorias de la desidia y el abandono
Antonio empieza con sus narraciones extraordinarias, una época en la que las localidades más insospechadas se hermanaban, Celadas y Vinogradovo. Como un viejo Chamán me sumerge en el hechizo de los noventa, cuando la URSS empezaba su imparable desplome, cuando yo bailaba enloquecido con los grupos de Seattle y todo alrededor agonizaba. ¿Qué fue del siglo XX? Los granadinos 091 suenan en mi cabeza, y eso me pregunto yo. Me habla de Pedro, y de aquellos niños de la guerra, que entre lágrimas fueron arrancados de los brazos de sus padres para siempre. Cuando uno es padre entiende mejor ese dolor insoportable, y pese a todo, en el horizonte de Rusia nunca dejaron de acariciar la vuelta a Ítaca, o lo que es lo mismo, a España, o lo que es lo mismo, a la infancia. Y con una emoción desbordaba me hace ver lo que yo soy incapaz, expediciones de jóvenes de Celadas en Vinogradovo y de Vinogradovo en Celadas, y viajes en autobús que lo cambiarían todo, así es el destino de los hombres. Antonio se enamoró, como sólo se puede enamorar uno a primera vista, con esa obsesión, con esa determinación, con esa pasión irracional, los parques rusos que hacían de las ciudades escenarios increíbles y a los niños protagonistas de las aventuras más fascinantes, lo cautivaron.
El alcalde de Vinogradovo se dio cuenta y no hubo nada más que decir, esta localidad rusa construiría para Celadas el cuento meridional más hermoso que se recuerde. Y así fue como con un sin fin de peripecias los álamos rusos tomaron forma en Celadas con dos carpinteros y un intérprete, y escribieron la primera página de ese relato, donde hay osos, toros, pavos reales, y niños corriendo y saltando por todas partes, o eso ve Antonio mientras sus ojos se humedecen, yo solo veo el principio del final, el hundimiento de un precioso cuento ruso, érase una vez.