Síguenos
¡Qué poco hemos cambiado en 2.000 años! ¡Qué poco hemos cambiado en 2.000 años!

¡Qué poco hemos cambiado en 2.000 años!

banner click 236 banner 236
Javier Sanz
El área arqueológica de Pompeya, la ciudad destruida en el 79 por la erupción del Vesubio, no deja de sorprender y hace un tiempo volvió a sorprendernos con el hallazgo de un termopolio, el lugar donde se servía comida y bebida a los habitantes, intacto y decorado y con aún restos de alimentos, lo que demuestra lo poco que hemos cambiado en 2000 años

Como tantas otras cosas, les debemos nuestra irrefrenable afición a la vida social con una copa en la mano a nuestros ancestros greco-romanos. Fueron ellos quienes trajeron a Hispania su costumbre de tomarse un trago de vino con algo sólido para acompañarlo antes o después de hacer sus trabajos, ocios o negocios. Artífices del desarrollo urbano en la vieja Iberia, transformaron nuestras viejas ciudades encaramadas en cerros, incómodas y estrechas, por unas nuevas más amplias, diseñadas siguiendo una cuadrícula lógica, en las que se podía localizar con cierta facilidad los edificios públicos y establecimientos privados más demandados. Por esa necesidad pragmática de aprovechar el tiempo entre gestión y gestión, aunada a la austeridad general de la ciudadanía en temas gastronómicos (muy lejos de la glotonería con que demonizó la Iglesia a la alta sociedad romana), se crearon en los nuevos municipios y colonias establecimientos de comida y bebida rápida que aplacaban el apetito de camino a realizar un sacrificio en el Foro, un baño en las termas o una gestión en el mercado. La compleja hostelería de una antigua ciudad romana tenía diversas ofertas:

La Caupona era una tienda de bebida rápida y comidas frías ya preparadas – generalmente vino, chacinas, quesos o encurtidos – que podías tomar o llevar. No había bancos ni mesas, sino una barra al exterior en la que los clientes por un as podían templarse con una copa de vino y algo que roer.

Un poco más grande era el Thermopolio. Además de una amplia barra de mármol interior en forma de ele con varios dolia (recipientes hondos de barro) incrustados en ella para mantener ciertos guisos, bebidas o “tapas” a la temperatura óptima, tenía taburetes y mesas dentro o fuera del local y esclavos para atenderlas. En estos negocios podías comer algo de caliente y beberte una buena jarra de vino templado por menos de un sestercio. Aunque generalmente modestos, los hubo bastante grandes, decorados con frescos y con capacidad para más de cincuenta comensales. La plebe comía sentada a la mesa, como nosotros. Sólo los ciudadanos pertenecientes a las clases pudientes comían recostados en los banquetes de las diversas festividades que jalonaban el calendario.

Como ambos tipos de “restaurantes” estaban integrados dentro del tejido comercial urbano de las antiguas ciudades, tenían la misma denominación que el resto de tiendas, tabernae. Es el único negocio cuyo nombre ha perdurado más de dos mil años. Con el tiempo, este tipo de pequeños negocios de comida rápida, también conocidos genéricamente como popinae, ampliaron sus servicios permitiendo que, por un módico precio, los clientes pudiesen dormir en pequeños cubículos e incluso satisfacer otros apetitos con los esclavos del local, entrando en plena competencia con los lupanares.

Por último, un viajero que acudía a la ciudad desde lejos para realizar sus negocios, ritos o gestiones podía comer y dormir en otros establecimientos más grandes y más cómodos. Stabula se llamaba el establo con cubículos en el piso superior y un gran comedor, siendo el Hospitia una especie de hostal sin cuadras con varios dormitorios. Las grandes vías de comunicación, como la Vía Augusta, contaban con una red de Mansio (probablemente procede de la forma verbal latina manere, “lugar donde pasar la noche durante un viaje”), un auténtico hotel de hoy en día para soldados y comerciantes de paso. Las prestaciones que brindaba al viajero eran equivalentes a una estación de servicio actual (mutatio) Estaban dotadas de cuadras, repuestos para los carros y veterinario, un espacio termal, habitaciones y un gran salón comedor. En su inicio, estos establecimientos estaban controlados por el ejército, siendo regidos por un oficial denominado mansionarius. Había una cada jornada natural de treinta mille passuum (unos cuarenta y cinco kilómetros).

No hemos cambiado mucho estos últimos dos mil años. Seguimos disfrutando quedando con algún amigo antes o después de alguna gestión en el centro y tomarnos unos tacos de sepia a la plancha untados con aceite, ajo y perejil picado, unas lonchas de jamón de Teruel (cántabro o cerretano en la Antigua Roma), unas aceitunas partidas en ajedrea remojadas con un buen trago de vino Libre y Salvaje o Garnacha Centenaria -en Roma, Falerno opimiano del 121 a.C., la considerada mejor cosecha de la historia de la Antigüedad-. 

Con la llegada del verano, y abundando en el tema que nos ocupa, me voy a tomar unas vacaciones hasta el mes de septiembre. Que la diosa Fortuna os sea propicia.