Escribía en 2004 Mark Dummet, excorresponsal de la BBC en Kinshasa (República Democrática del Congo)...
De los europeos que luchaban para hacerse con el control de África a finales del siglo XIX, se puede decir que el rey belga Leopoldo II dejó el mayor y más horrible legado de todos […] Mientras las grandes potencias competían por conseguir territorios en otros lugares, el rey de uno de los países más pequeños de Europa esculpió su propia colonia privada en la selva tropical centroafricana.
Para que os hagáis una idea, la extensión de Bélgica es de algo más de 30.000 km² y el territorio de lo que hoy es, más o menos, la República Democrática del Congo tiene unos 2 millones de km², pues esta inmensa superficie centroafricana fue el jardín privado del rey belga Leopoldo II. Y digo bien lo de privado, porque él era el titular, no Bélgica, y lo administró hasta su muerte en 1908, cuando pasó a ser titular el estado belga. Ha sido la única colonia privada de la historia. Por cierto, jardín que nunca visitó. Además, es muy curioso porque se hizo con este inmenso territorio sin pegar un tiro ni derramar una gota de sangre. En la Conferencia de Berlín de 1885, convocada por las potencias europeas para repartirse África -tal y como suena y, lógicamente, sin contar con los africanos-, Leopoldo tuvo la habilidad de convencer al resto de potencias de que llevaría a ese vasto territorio el cristianismo y la civilización. Eso sí, como buen filántropo que era -modo irónico activado-, en beneficio de los pobres congoleños, huérfanos de un mesías que los guiase por la senda del progreso y el desarrollo. Y le creyeron. De esta forma, Leopoldo se convirtió en el dueño de un territorio maldito por su riqueza, objeto de una explotación sistemática e indiscriminada de sus recursos naturales, en aquella época marfil y caucho (hoy en día, cobalto, cobre, uranio, oro, diamantes o coltán). Un detalle que pone los pelos de punta: antes de la Conferencia de Berlín solo el 10% del territorio africano estaba controlado por las potencias europeas y en 1914 solo Liberia y Etiopía permanecían independientes.
Amparado en un ejército privado de casi 20.000 hombres, el hipócritamente llamado Estado Libre del Congo se convirtió en un campo de trabajo masivo en el que se utilizó mano de obra indígena en condiciones de esclavitud. Bajo el régimen de terror impuesto, que incluía amputaciones y asesinatos de las familias si los congoleños no llegaban a las cuotas de producción previstas, la colonia llegó a ser el territorio más rentable de África. Cómo sería lo que allí ocurrió -se hablaba de más de cinco millones de muertos-, que hasta el resto de metrópolis europeas se escandalizaron cuando lo conocieron. Esas atrocidades, denunciadas por Mark Twain en El soliloquio del rey Leopoldo, inspiraron a Joseph Conrad la obra El corazón de las tinieblas.
En 1905, tras varios meses de investigación, una comisión publicó un informe que corroboraba los abusos denunciados. Leopoldo II no pudo hacer nada para impedir que la opinión pública internacional –incluso en su país de origen, Bélgica– expresara su clara oposición a la continuación de su gobierno en el país africano. Tras una serie de maniobras diplomáticas, y empujado por la presión de la opinión pública, el rey belga finalmente renunció a su dominio sobre el Estado Libre del Congo, que posteriormente se convirtió en una colonia de Bélgica, bajo el nombre de Congo Belga. Y para que el rey no se sintiese muy apenado, el gobierno belga, como reconocimiento a su labor filantrópica, le soltó 50 millones de francos. De esta forma, su pérdida fue más llevadera.
África ya pertenecía a las metrópolis europeas.