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Romero de Torres

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Fernando Arnau

Primeros bailes en el Casino Mercantil de Teruel, aaños sesenta. “Esparrel y sus boys” bordan el pasodoble eterno con una entrada de vientos al que sigue la copla breve pero precisa con un estribillo que no me abandonaría jamás. La imagen, para mí como para los españoles de la época, venía impresa en los billetes de 100 pesetas. No le ponía cara al magno pintor cordobés, pero sí a su arte, a sus fondos, a su color, a las mujeres de don Julio Romero de Torres.
En 2016 bajo el título “Fatales y perversas. Mujeres en la plástica española”, se exponían en el Paraninfo de la Universidad de Zaragoza obras de un ramillete de autores cuya obra veía la luz entre 1885 y 1930. Ninguno de los trabajos me dejó indiferente, sensualidad, trazo y color de Anglada Camarasa, Beltrán Masses, Rivas… Más académico Zuloaga, pero, como si lo llevara dentro, encuentro al viejo conocido que me acompañaba desde siempre: Romero de Torres. Como si de un recordatorio se tratara, en el Patio de la Infanta, IberCaja reúne estos días un número discreto pero valiosísimo de obras del autor, pertenecientes en su inmensa mayoría a colecciones privadas. Este es el mérito de la exposición, dar visibilidad al potente artista andaluz.
Convenimos con un visitante en que un cuadro, sólo uno, de pequeñas dimensiones, como si fuera el contrapunto del conjunto restante, tiene una estética de patio y una luz levantina que podría firmar Sorolla. Pintura de juventud. Con el tiempo, todo hace pensar que Romero de torres abraza una estética que hace buena la sentencia de Ortega y Gasset, incluida como aditamento literario de la muestra: “Lo admirable, lo misterioso, lo profundo de Andalucía está más allá de esa farsa multicolor que sus habitantes ponen ante los ojos de los turistas…” El homenaje popular del billete de cien pesetas dejaba, siquiera inconscientemente en nuestra retina, un retrato particular del pintor que no podía entrar en la corriente intelectual de la que era hijo. La muestra si lo hace, aunque sea mínimamente, y cada uno de los retratos, a pesar de la homogeneidad del color, presenta el gesto y aun el movimiento necesarios para hacer cada obra deliciosamente singular.