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Mediterraneidad

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Fernando Arnau

Aquel cajón de sastre de título “Vela y ancla”, alumbrado en su primera edición en el dictatorial año de 1958, alimento espiritual de la denostada F.E.N., recogía un artículo algo forzado de don Gregorio Marañón, en otro tiempo emblema indiscutible e inalienable de la intelectualidad española. 
Abogaba por la mediterraneidad de Toledo, “Lo que Toledo tiene de no castellano, de más que castellano, algo que, a pesar de las torpes guías y de los prejuicios literarios, perciben bien algunos espíritus de fina sensibilidad, es precisamente su orientalismo, su mediterraneidad”. Se expresa de soslayo, o así lo quiero entender, el amor inmenso de don Gregorio por la vida social permanentemente mantenida en su finca por él bautizada “Cigarral de los Dolores”, en la antigua capital recoleta a la vez que interracial, síntesis de facto y de voluntad de aquello que con los Austrias se decía la España de la Españas, tejida sobre siglos de porrazos y convivencia de judíos, moros y cristianos. Más Zocodover que Alcázar.
El Dr. Marañón, que no necesitaba tantos entrecomillados como yo, sostiene en aquel breve texto arrancado de su “Elogio y nostalgia de Toledo”, que “la ciudad imperial es una encrucijada de corrientes raciales, redoma donde, en el fuego lento de los siglos, se han ido destilando las almas de las viejas civilizaciones: las que venían del Norte bárbaro, las del África ruda e impetuosa, las del místico y lejano Oriente, y, antes aún, las que ya estaban ahí, en cuando vinieron las demás (…) Toledo mira como lo más suyo de su alma, empinada sobre las rocas, hacia Oriente (…) el paso del estrecho de Gibraltar, que separa a los dos continentes, es menos brusco, en la tierra y en las razas, que en el simple viaje a Toledo desde Madrid”.
Sí, también Buñuel se escapaba a Toledo, cuando su destino era Madrid, tal vez porque “entre el Manzanares, con sus tierras serrana, y la Sagra y su Tajo, la distancia espiritual es cien veces mayor que las breves leguas del camino que las une. Supongo, también, que don Pedro Mohedano del Castillo, cuidador de mi espíritu entre 1965 y 1968, me acercó siquiera levemente a la óptica de don Gregorio; al fin y al cabo, estaba en las lecciones centrales del manual. Continuará…