A veces a los términos despectivos se les toma cariño. Otras a la ignorancia se le da carta de naturaleza. Así sucede que el tiempo lima aristas y el término ofensivo, por pura costumbre, con el con el paso de los años adquiere un tono cariñoso, amable…
Este es el caso de nuestra lengua. Cuando en Santa María la Mayor el párroco celebraba de espaldas a la feligresía, el altar estaba pegado al retablo y el oficio se pronunciaba en latín, en la calle hablábamos una lengua que se nos leía (”sea por todos conocido”) en el siglo XIV. Se tenía en forma de registro escrito, en pergamino, con cláusulas que eran familiares al analfabetismo reinante en el lugar. Los sucesivos poderes del Reino, y, más tarde del Estado, contando con los administradores del Señorío de La Peña, hablaban desde tarimas imaginarias y púlpitos a los paisanos, registraban apellidos sin rigor y menospreciaban la lengua del común. Quisieron unos que el latín fuera lengua franca y otros allanaron las lenguas locales para que sólo se hablara “en cristiano”.
Recordemos que en Caspe, previa componenda alcañizana, desembarcó en 1412 una dinastía castellana, los Trastámara, que, del mismo modo que enrejó al indolente conde de Urgel, su oponente (así se las gastaba don Fernando el de Antequera, y en ello seguimos), inyectó una lengua, la castellana, llamada a sepultar todos los “chapurriaus” del Reino de Aragón, con el beneplácito de nuestras “lunáticas” elites.
Sin embargo, la calle, nuestra iletrada calle, siguió hablando y entendiéndose en una lengua que mantenía una estructura perfecta. La mantenía y la mantiene y tiene la generosidad de conservar los particularismos locales, sean los de La Cerollera, Valjunquera o La Fresneda, con fonética, específica del nombre de Dios y del número diez, que permite estrafalarias ocurrencias gráficas a los ilustrados separadores de la clase política más rancia de nuestra amada Región cuando se expresan en los guasaps. Los enamorados del chapurriau se entienden con los hablantes de Morella, del Maestrazgo castellonense, con los tortosinos y literanos, pero se acomplejan ante un catalán “académico”. Falta escuela y recuperar la sensibilidad política que en los últimos tiempos se empeña en brillar por su ausencia.