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Bertolucci

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Fernando Arnau

Nos ha dejado Bernardo Bertolucci, el cineasta italiano que tanto nos movilizó en los primeros setenta. Toda invocación de su escandaloso último tango en París (1972) pasa por una sola escena y por el fenómeno nada edificante de las larguísimas colas de españoles en los cines de Biarritz y Perpiñán. Nada edificante porque pasamos de la antinatural sequía del cine nacional y erótica playera de los Landa y compañía a la cutre abundancia exhibicionista de Nadiuscas y Estradas, Interviews desnudando a la emblemática Marisol y cierres de programación televisiva pornográficos.
Bertolucci atacó con un cine de una estética cuidada, propiciada por una técnica depuradísima y algunas bandas sonoras realmente selectas. Naturalmente, había un recurso casi constante a la provocación, único modo de hacer interesante y aun de justificar el hecho artístico, sobre todo en un ámbito, el cinematográfico, en el que la parafernalia de los efectos especiales suele enmascarar obras valiosas.
Escenas espectaculares, puntuadas con secuencias de sobresalto que, según sea el bagaje del espectador, pueden ser mero recurso o piedra de escándalo; el destino final de las obras intimistas de Bertolucci, tales como El conformista o La luna, llegaría a la tremenda aventura de la producción de Novecento, con notables connotaciones subsidiarias de la política italiana del momento, protagonizada por la democracia cristiana, y al exotismo de El último emperador, película galardonada por Hollywood con nueve estatuillas.
Estos días, junto a las reposiciones en televisión minoritaria, trasciende el recuerdo de algún renglón torcido como el del turbio asunto de la filmación de la escabrosa escena de Tango, con recorrido en los tribunales. Pero también lo hace la motivación artística de Bertolucci, cuando se pronuncia en el sentido de que tanto la utopía como la trasgresión deben ser siempre posibles.
Unas palabras con todo el sentido en los tiempos presentes en los que el retroceso de libertades se hace cada vez más palpable en el mundo del arte, debilitando la actitud cuestionadora y con ello la esencia de la propia democracia; tan necesitada de estímulos de todo género para no perder el músculo necesario.