EFE/ Kai Forsterling
Saben los que me leen con regularidad que me gusta escribir sobre temas de Teruel. Pero creo que lo ocurrido en Valencia merece más de una columna de opinión porque es sintomático del país en el vivimos. Y es que, a medida pasan los días, crece la indignación, la incredulidad y el desasosiego que sentimos muchos.
¿En manos de quién estamos? Se lo digo yo: en manos de inútiles e incompetentes por un lado y en manos de desaprensivos y oportunistas por el otro. No se puede gestionar peor una crisis. Imagínense lo mal que están haciendo las cosas que el ministro Óscar Puente es el que mejor parece estar gestionando la situación… ¡Cómo será el nivel del resto!
Y me apena decir que vuelven a salirse con la suya. La clase política ha conseguido dividirnos y atrincherarnos de nuevo. Desmovilizar nuestro cabreo señalándonos con el dedo si nos salimos del argumentario dictado desde algún despacho con moqueta.
Adormecen nuestra ira apelando al orgullo que debemos de sentir porque “el pueblo” se ha volcado con Valencia. Nos dicen que somos un gran país, pero yo, permítanme que les diga, creo que tenemos un país de mierda.
Porque es un país injusto; un país inseguro; un país que te abandona a tu suerte cuando te han vendido hasta la saciedad que “no dejará a nadie atrás”.
Y en realidad les importamos un carajo. Se lo digo yo. No al político a pequeña escala, sino a los grandes epicentros del poder. Demostrado queda que ponen al frente de los puestos de decisión a verdaderos patanes que difícilmente durarían una semana en cualquier empresa privada. El tema es indignante, pero se convierte en sumamente preocupante cuando es nuestra integridad la que está en juego.
No saben gestionar y, lo peor de todo, les da absolutamente igual no saber hacerlo. Es como si el gerente de un hospital pusiese de jefe del área cirugía a su primo Pepe, el que jamás fue capaz de acabar el instituto, porque sabe que hará todo lo que diga sin rechistar. Pues así es cómo está funcionando nuestro país: a golpe de inútil en cargos que nos afectan directamente.
Porque este país ya no lo dirigen profesionales sino los amigos analfabetos de los que viven de la política. Todos ellos puestos a dedo y cuyo mayor valor es saber dejar relucientes a lametazos las posaderas de quienes les han colocado allí. Y mientras tanto, nosotros a pagar. Pagar por trabajar, pagar por comprar, pagar por vender, pagar por heredar, pagar por morirse, pagar por respirar… Y que nadie nos diga que no tenemos derecho a estar muy cabreados. Porque nadie se queja de que nuestros impuestos vayan a parar a hospitales, carreteras, ayudas sociales o escuelas. Lo que nos revienta es que una buena parte de esta sangría impositiva vaya a parar a los bolsillos de inútiles con carnet (con carnet de afiliado, claro está).
Ahora nos dicen los matones adoctrinados de las redes que también es “fascismo” criticar la política. ¡Lo que nos faltaba! Poco nos sublevamos para lo que deberíamos. Porque nos han convertido en eso, en borregos que preferimos mirar hacia otro lado antes de que nos señalen con el dedo. Nos han convertido en un país de mierda, vaya.
Porque protestar te coloca irremediablemente en algún bando. Y la mayoría estamos en el bando del hartazgo, más allá de la ideología.
Pero tengo poca fe en que nada cambie pese a todo lo ocurrido. Si no somos capaces ni de ponernos de acuerdo para salir a la calle a exigir la dimisión de absolutamente todos los responsables de este desastre, ¿qué podemos esperar?
Les digo yo lo que esperan ellos: que pasemos, que nos olvidemos. Con un poco de suerte, que dejemos de votar. Porque ellos tienen garantizados el apoyo de las bocas agradecidas que viven de esquilmarnos. Pagar, oír y callar.
Sólo somos eso: máquinas expendedoras que sostienen un sistema que hace aguas por todos lados y que se desborda como un tsunami de incompetencia e intereses partidistas en cuanto ocurre algo fuera de lo normal.
¿En manos de quién estamos? Se lo digo yo: en manos de inútiles e incompetentes por un lado y en manos de desaprensivos y oportunistas por el otro. No se puede gestionar peor una crisis. Imagínense lo mal que están haciendo las cosas que el ministro Óscar Puente es el que mejor parece estar gestionando la situación… ¡Cómo será el nivel del resto!
Y me apena decir que vuelven a salirse con la suya. La clase política ha conseguido dividirnos y atrincherarnos de nuevo. Desmovilizar nuestro cabreo señalándonos con el dedo si nos salimos del argumentario dictado desde algún despacho con moqueta.
Adormecen nuestra ira apelando al orgullo que debemos de sentir porque “el pueblo” se ha volcado con Valencia. Nos dicen que somos un gran país, pero yo, permítanme que les diga, creo que tenemos un país de mierda.
Porque es un país injusto; un país inseguro; un país que te abandona a tu suerte cuando te han vendido hasta la saciedad que “no dejará a nadie atrás”.
Y en realidad les importamos un carajo. Se lo digo yo. No al político a pequeña escala, sino a los grandes epicentros del poder. Demostrado queda que ponen al frente de los puestos de decisión a verdaderos patanes que difícilmente durarían una semana en cualquier empresa privada. El tema es indignante, pero se convierte en sumamente preocupante cuando es nuestra integridad la que está en juego.
No saben gestionar y, lo peor de todo, les da absolutamente igual no saber hacerlo. Es como si el gerente de un hospital pusiese de jefe del área cirugía a su primo Pepe, el que jamás fue capaz de acabar el instituto, porque sabe que hará todo lo que diga sin rechistar. Pues así es cómo está funcionando nuestro país: a golpe de inútil en cargos que nos afectan directamente.
Porque este país ya no lo dirigen profesionales sino los amigos analfabetos de los que viven de la política. Todos ellos puestos a dedo y cuyo mayor valor es saber dejar relucientes a lametazos las posaderas de quienes les han colocado allí. Y mientras tanto, nosotros a pagar. Pagar por trabajar, pagar por comprar, pagar por vender, pagar por heredar, pagar por morirse, pagar por respirar… Y que nadie nos diga que no tenemos derecho a estar muy cabreados. Porque nadie se queja de que nuestros impuestos vayan a parar a hospitales, carreteras, ayudas sociales o escuelas. Lo que nos revienta es que una buena parte de esta sangría impositiva vaya a parar a los bolsillos de inútiles con carnet (con carnet de afiliado, claro está).
Ahora nos dicen los matones adoctrinados de las redes que también es “fascismo” criticar la política. ¡Lo que nos faltaba! Poco nos sublevamos para lo que deberíamos. Porque nos han convertido en eso, en borregos que preferimos mirar hacia otro lado antes de que nos señalen con el dedo. Nos han convertido en un país de mierda, vaya.
Porque protestar te coloca irremediablemente en algún bando. Y la mayoría estamos en el bando del hartazgo, más allá de la ideología.
Pero tengo poca fe en que nada cambie pese a todo lo ocurrido. Si no somos capaces ni de ponernos de acuerdo para salir a la calle a exigir la dimisión de absolutamente todos los responsables de este desastre, ¿qué podemos esperar?
Les digo yo lo que esperan ellos: que pasemos, que nos olvidemos. Con un poco de suerte, que dejemos de votar. Porque ellos tienen garantizados el apoyo de las bocas agradecidas que viven de esquilmarnos. Pagar, oír y callar.
Sólo somos eso: máquinas expendedoras que sostienen un sistema que hace aguas por todos lados y que se desborda como un tsunami de incompetencia e intereses partidistas en cuanto ocurre algo fuera de lo normal.