Resulta que llevamos 200.000 hectáreas quemadas en España en este 2022 (una superficie mayor que la isla de Tenerife) y la culpa es del cambio climático. Pues sí y no. Porque la subida de temperaturas (incontestable científicamente) y las cada vez más insufribles olas de calor son sólo dos ingredientes de un cocktail molotov que ha convertido nuestros bosques, como aseguran los bomberos y agentes forestales, en un “polvorín”.
La gasolina es, sin duda alguna, el abandono de las zonas forestales y rurales. La despoblación, la ganadería intensiva y una burocracia urbanita hacen que se haya acumulado combustible de sobra durante los últimos años por las laderas de toda España. Y la mecha somos, en un 94% de las ocasiones, los humanos que de forma accidental o intencionada generamos la chispa adecuada para que todo explote por los aires. Pero hay un factor vital que no podemos olvidar: el control de daños una vez iniciada la catástrofe.
Es una vergüenza que el servicio de extinción de incendios esté subcontratado y privatizado. Que los agentes rurales que se juegan la vida para apagar un incendio cobren poco más de 1.000 euros durante los cuatro meses de trabajo que les ofrecen. Que haya 17 autonomías con medios propios, protocolos diferentes y, lo que es peor, intereses contrapuestos. Que no exista un órgano único y centralizado para combatir incendios forestales, cuando el fuego precisamente no entiende de cartografía, es como si cada autonomía tuviese competencias sobre el oxígeno que respiramos (tiempo al tiempo).
Por eso hace falta dejar de dividir y unir esfuerzos en algo tan vital como es la extinción de incendios (también debería de serlo en otras muchas materias, pero esta semana toca lo que toca). Como ha exigido Unidas Podemos, es urgente que se apruebe la Ley de Prevención y Extinción de Incendios, que establece las bases en materia de coordinación, evita la privatización e intenta blindar las condiciones laborales de los que luchan contra el fuego. E incluso habría que ir más allá y centralizar las competencias en esta materia.
Porque de poco servirá una nueva Conferencia de Presidentes Autonómicos para debatir el tema, ni tampoco que la Comunidad de Madrid vaya por libre y cree una nueva legislación autonómica como propone Ayuso. Y es que el fuego no entiende de fronteras. El fuego no distingue al bombero en nómina del brigadista malnutrido con un bocata con tres lonchas de chorizo. El fuego no frena al llegar a una autonomía gobernada por unos o por otros. El fuego no entiende de política.
Pero nuestros políticos, todos ellos, a la suya. Que si tu autonomía es un desastre, que si la tuya lo fue más, que si tu sistema comunicaciones está obsoleto, que si me da votos poner a parir al vecino, que si los bomberos de ciudad no pueden ir al monte… Y mientras tanto España ardiendo. Y la gente jugándose la vida para evitar que las llamas consuman lo poco que han levantado con sus propias manos con años de labranza al sol. La España rural se muere un poco más…
No sé si me cabrea más la falta de previsión, los recortes económicos, el enchufismo en las subcontratas… o el cuñadismo político del “y tú más” que siempre sacan todos a relucir en un intento desesperado de taparse las pocas vergüenzas que les quedan. Los que tienen competencias dicen que sus autonomías se han sometido a un “estrés por fenómenos naturales” y los que no las tienen dicen que “el cambio climático mata”. Unos mandando a su casa a los agentes forestales durante los 7 meses del año que hay que preparar los montes y los otros sin aprobar una ley desde hace más de dos años mientras culpan a las regiones gobernadas por el enemigo.
¿De verdad merecemos este nivel de ridículo? ¿No hay un sólo líder político que anteponga el interés del ciudadano -casi mejor autodefinirnos ya como víctimas- a la lucha partidista? Repitan conmigo: el fuego no entiende de fronteras. La ineptitud, a la vista está, tampoco.