Síguenos
José Iribas S. Boado

Nadie niega la hermosura de la primavera. Hablaremos de ella. Cuando toque.

¿Y el otoño? Para nada le va a la zaga. El otoño es también multicolor. En otros tonos, pero multicolor: los ocres, dorados, rojizos, amarillos, los marrones y verdes… dan un juego espectacular.

El otoño es toda una obra de arte. Viva. Y no hace falta irse a la selva de Irati, por ejemplo, para contemplar su belleza. También en el campus de la Universidad -en este caso de la de Navarra- se aprecia: cuenta con más de 4.200 árboles (entre ellos un centenar de secuoyas), 130 especies vegetales diferentes y un 74% de su extensión está ocupada por zonas de bosque, vegetación, etc.

Pero hoy no quiero ir a la selva, ni al campus. Te llevo más cerca. A casa de Carmen.

El mismo día de la fotografía que embellece este artículo, por ese mismo césped que ves, dos residentes de CampusHome caminan rumbo a un encuentro especial: van a visitar a una anciana, tan llena de achaques como vacía de parientes y hasta de amigas: “Se me han muerto todas”, dirá.

En el camino hacia la solidaridad, los estudiantes disfrutan de unos árboles que lucen hojas multicolores. Algunas ya han perdido su verdor para ganar en matices. Otras, empiezan a alfombrar la tierra. Pero, en su aparente decadencia, como ocurrirá con Carmen, hay una belleza nueva, diferente. No es el verde vibrante de la primavera, sino un esplendor sereno, maduro, y a la vez hermoso que nos habla del transcurrir del tiempo. De la capacidad del calendario para transformar lo aparentemente agostado en algo único.

Carmen, una viuda de 89 años, maestra, en su día; vive en pleno barrio de Iturrama, una zona plagada de universitarios.

Cuando llegan a la altura de su casa, los dos jóvenes tocan el timbre: tres veces. Es la contraseña que les ha facilitado Carmen, a quien no le gusta abrir a desconocidos.

Carmen los recibe con su andador ortopédico, pero esbozando una sonrisa fresca, de esas que -como el brillo de sus ojos pequeñitos- iluminan una cara llena de arrugas, en las que -seguro- cada línea podría narrarnos una historia.

Se sientan en el salón. Les ha preparado un café. Desde la ventana se siguen viendo árboles. “Siempre me ha gustado la naturaleza”, les confiesa Carmen. A la vez, apunta hacia unos geranios que cuelgan de un balcón, como antesala de esos plataneros que alguna corporación municipal, hace decenios, mandó plantar allí, en la acera. “Los árboles en otoño nos enseñan a envejecer: pierden frescura, vitalidad, pero siguen aferrados a sus raíces, proyectando hacia lo alto, esperanzados en que volverá a brotar la primavera”.

Los jóvenes escuchan con atención mientras Carmen, con la sabiduría que dan los años, les cuenta sus vivencias. Habla de tiempos pasados, de retos superados, y de cómo la vida, a pesar de las pérdidas, siempre deja algo por lo que estar agradecido.

Al despedirse con un abrazo, los estudiantes se sienten conmovidos. Han aprendido que el otoño, en los árboles o en las personas, es una etapa más, con su propio esplendor. Raíces profundas y ramas apuntando al cielo.