Cuando la amistad es sincera
La semana pasada quedé con un amigo al que, por no traicionar confidencias, llamaré Miguel. Nos tomamos un café en el Cowork de CampusHome, ese rincón desde el que siempre te escribo. Hacía meses que no nos veíamos, y, sinceramente, ya era hora. No hay excusa válida para posponer lo importante. Un poco más y… tarjeta amarilla.
Miguel y yo somos diferentes en muchas cosas. No compartimos las mismas ideas, ni de tejas abajo ni de tejas arriba. Discrepamos, debatimos y a veces hasta nos acaloramos un poco. Pero nunca dejamos de respetarnos ni de valorarnos. Nuestra amistad, tejida en la niñez y fortalecida con los años, ha pasado por días soleados y hasta por algún pequeño nubarrón. Tras el cual, siempre sale el sol. La nuestra es una relación que no entiende de etiquetas ni prejuicios, sino de cariño sincero y lealtad.
Miguel es de los de al pan, pan, y al vino como leones. Es broma, esto último. No lo es que Miguel te dice lo que piensa, sin rodeos ni adornos, pero con respeto. Miguel es también el que, en tu ausencia, te defiende por la espalda, con la misma convicción con la que te acompaña en los momentos difíciles.
Nuestra amistad no se basa en afinidades absolutas, y se mantiene bien firme desde el respeto a nuestras diferencias. Hoy vivimos en una sociedad obsesionada con etiquetar al personal: buenos/malos, míos/contrarios. ¿Cuántas veces nos dejamos llevar por prejuicios, sin darnos la oportunidad de conocer realmente a alguien? Las personas son sustantivas; no son adjetivos: ni calificativos ni descalificativos. No tiene sentido dividir el mundo en blanco y negro.
Hay buenas y malas ideas o conductas en todos los frentes en que algunos quieren parcelarnos; pero las personas somos algo más. Cada uno es una historia única, con raíces profundas, posiblemente más de una rama rota y otras que han resistido buenos temporales. Las etiquetas son como ventanas empañadas: te impiden ver lo que hay detrás. Si dejamos que los prejuicios guíen nuestras relaciones, nos perdemos la oportunidad de estrechar manos, de tender puentes.
Y mira algo bonito que te enseña la vida: cuando cruzamos esos puentes, a menudo descubrimos tesoros valiosos que no se ven desde lejos. Por eso, acercarse, escuchar, respetar y comprender (que no significa estar de acuerdo) es un acto de humanidad urgente. Miguel y yo discrepamos, claro, pero nuestras diferencias nos enriquecen. Nuestras conversaciones no buscan vencer al otro, sino, si acaso, convencer, y sobre todo aprender juntos. Discrepar no solo es saludable, también necesario. Malo lo del pensamiento único…
Algunas lecciones sobre la amistad resuenan con fuerza en mí:
- Una persona vale mucho más que sus ideas.
- Las etiquetas son para los objetos, no para los sujetos.
- Ningún argumento vale tanto como el ejemplo.
- Un susurro, a menudo, tiene más impacto que una voz alzada.
- La acritud y el prejuicio son venenos que atacan el mejor césped.
- El pretender implantar un pensamiento único es un error. Y un horror. Los seres racionales, si acaso, estamos para convencer, no para vencer.
La próxima vez que te cruces con alguien, incluso digitalmente o por papel, como tú y yo, piensa: ¿qué tipo de relación quiero construir?
Y recuerda que ahí hay un ser humano. Vulnerable, falible, pero digno. Como tú. Sin ir más lejos.