Ya tenemos fecha de despedida. Al menos, de una despedida parcial. A partir del 26 de junio se relajará el uso de las mascarillas en espacios públicos en España, permitiendo que nos desprendamos de ellas en la calle en aquellos momentos en los que sea posible guardar las distancias pertinentes. Aunque la pandemia sigue presente, visto lo visto y vivido lo vivido, en este país celebramos cada pequeño ápice de libertad recuperado que nos hace ver la luz al final del túnel algo más cerca.
La despedida (insisto, parcial) de la mascarilla será agridulce, como casi todas, pues este molesto y privador de aire invento se ha convertido en una parte indispensable de nuestras vidas durante estos meses.
De hecho, se ha unido al triunvirato de los despistes tontos que más viajes de vuelta a casa o al coche nos fuerza a realizar. Si ya era difícil acordarte de llevar cartera, llaves y móvil antes de cerrar la puerta, ahora este maravilloso trapo te ofrece una cuarta razón para realizar garbeos en balde.
Aún siendo una invención simple, la mascarilla también nos ha terminado ganando por su variedad. Hay adultos de cara enjuta que utilizan mascarillas de niños para evitar tener que darse dos vueltas al cráneo con el fin de llenar una tamaño estándar.
También hay muchachos barbudos que parecen burros comiendo en su bolsa de alfalfa cuando introducen su abundante vello facial en una mascarilla XXL. Hay mascarillas parcas y funcionales, pero también estampadas y rimbombantes, en su mayoría insistentes en recordarnos el país en el que vivimos con una coqueta bandera.
Estos aparentemente insignificantes trozos de tela también nos han ayudado a recordar la importancia de cepillarse los dientes por la mañana, han sido el asqueroso receptor de estornudos de los alérgicos y al mismo tiempo el nuevo juego de los abanicos en el terreno de la seducción, pues bajarse la mascarilla es lo más parecido a estirar la pierna bajo las enaguas que hemos tenido estos meses. La mala noticia es que dejaremos de ser misteriosamente guapos, pues ya solo nos quedan las gafas de sol, las barbas y el maquillaje como diques de contención de nuestra originaria e irremediable mundanidad.