Hoy se cumplen 258 días desde que la columna y la estatua del Torico de Teruel se vinieron abajo. Era un domingo a primera hora, cuando la ciudad, que estaba repleta de gente participando en el Congreso Nacional del Toro de Cuerda, empezaba a desperezarse.
No es cuestión, a estas alturas de la película, de recordar, ahondar o debatir sobre los motivos que provocaron todo aquello ni toda la polémica -política y social- que acarreó durante semanas.
Pero sí que me pregunto, 258 días después, cuándo sabremos algo sobre el futuro del símbolo de la ciudad. Porque aquel pequeño toro de hierro, que se partió en varios pedazos, sigue durmiendo en el Museo de Teruel.
Allí, los expertos estudian la estatua que ha presidido nuestras vidas desde principios del siglo XX (como poco) para clarificar después qué se puede hacer con ella: restaurarla y devolverla a su sitio; exponerla fuera de su pedestal o incluso dejarla como está porque no tiene remedio.
Si alguien hace una encuesta, nada científica, entre su grupo de turolenses cercanos, escuchará opiniones para todos los gustos. Hay quien defiende dejar el Torico de bronce que se hizo a la carrera para que estuviera listo en la Vaquilla. Otros, en cambio, reclaman la vuelta del toro original y a otros les da absolutamente igual.
Y mientras esperamos a saber el desenlace, yo tengo clara mi opinión si alguien me preguntara en esa encuesta nada científica: creo que el Torico original, el que nos ha visto pasar por debajo toda la vida, debe ser restaurado y recuperar su sitio. Y debe hacerse porque, aunque se notaran los daños de la caída, algo que todavía no sabemos, el Torico es algo más que un trozo de hierro.
Que yo no digo que el suplente, el que ahora está sobre el pedestal, no luzca bonito, pero para mí le falta algo. Le falta el peso de la historia que acumula su hermano mayor.
Sin duda, lo mío es una cuestión de sentimentalismo. Es una cuestión de mirar cada día al pedestal y echar de menos el toro de hierro que me ha visto crecer.
No es cuestión, a estas alturas de la película, de recordar, ahondar o debatir sobre los motivos que provocaron todo aquello ni toda la polémica -política y social- que acarreó durante semanas.
Pero sí que me pregunto, 258 días después, cuándo sabremos algo sobre el futuro del símbolo de la ciudad. Porque aquel pequeño toro de hierro, que se partió en varios pedazos, sigue durmiendo en el Museo de Teruel.
Allí, los expertos estudian la estatua que ha presidido nuestras vidas desde principios del siglo XX (como poco) para clarificar después qué se puede hacer con ella: restaurarla y devolverla a su sitio; exponerla fuera de su pedestal o incluso dejarla como está porque no tiene remedio.
Si alguien hace una encuesta, nada científica, entre su grupo de turolenses cercanos, escuchará opiniones para todos los gustos. Hay quien defiende dejar el Torico de bronce que se hizo a la carrera para que estuviera listo en la Vaquilla. Otros, en cambio, reclaman la vuelta del toro original y a otros les da absolutamente igual.
Y mientras esperamos a saber el desenlace, yo tengo clara mi opinión si alguien me preguntara en esa encuesta nada científica: creo que el Torico original, el que nos ha visto pasar por debajo toda la vida, debe ser restaurado y recuperar su sitio. Y debe hacerse porque, aunque se notaran los daños de la caída, algo que todavía no sabemos, el Torico es algo más que un trozo de hierro.
Que yo no digo que el suplente, el que ahora está sobre el pedestal, no luzca bonito, pero para mí le falta algo. Le falta el peso de la historia que acumula su hermano mayor.
Sin duda, lo mío es una cuestión de sentimentalismo. Es una cuestión de mirar cada día al pedestal y echar de menos el toro de hierro que me ha visto crecer.