Volvamos durante tres minutos al 28 de mayo de este año. Imaginemos que se abren las urnas y que el PP tiene los mismos 28 diputados en las Cortes, pero que los siete de Vox pasan a manos de Aragón Existe, del PAR o de Ciudadanos. Hagamos política ficción y pensemos dónde estaríamos ahora mismo.
Yo lo tengo claro. Ya habría fecha para el pleno de investidura de Jorge Azcón como presidente de Aragón y ya estaríamos los periodistas haciendo quinielas sobre los nombres de los futuros consejeros y consejeras.
No tengo ninguna duda de que el PP habría alcanzado un acuerdo, más o menos rápido, y esta comunidad tendría, una vez más, un gobierno de coalición. Estaríamos repitiendo eso de que Aragón es tierra de pactos y bla bla bla.
Pero no. 34 días después, nadie sabe cómo va a acabar todo esto. El PP sigue empecinado en gobernar en solitario y, los que tienen que darle su voto favorable o su abstención, le repiten cada día que nada es a cambio de nada.
Azcón y el PP son conscientes de que gobernar Aragón con un partido que no cree en el autogobierno puede ser como pegarse un tiro en el pie, por no hablar de los chandríos diarios que puede provocar la ultraderecha negando desde el Pignatelli la violencia de género o pidiendo a gritos un trasvase del Ebro o exigiendo que se cierren las comarcas, la televisión autonómica o el propio Gobierno de Aragón. Todo muy loco.
El tiempo corre y el PP tendrá que mojarse el culo en el río para coger los peces.
El endiablado tablero político le permite varias opciones, pero en todas ellas juega un papel fundamental un partido especialista en negar lo innegable y en proponer cosas más propias de los años 70 que de 2023.
El PP puede gobernar Aragón con mayoría junto a un partido que no cree en Aragón o puede buscar alternativas que le lleven a hacerlo en minoría, pero siempre con el yugo de Vox encima cuando quiera aprobar cualquier cosa. La cuestión no es fácil. Han pasado los tres minutos. Vox vuelve a tener siete.