No estaba viendo nada. Gabriel insistía en que era imposible. “Si está ahí”, me decía. “Será que hay mucha luz”, le respondí. “Pero ¡si yo la veo!”. Me repetía que, si miraba en la posición que él dejaba el telescopio, conseguiría disfrutar del fenómeno. Pero nada.
Después de varios intentos fallidos, nos sentamos a mirar el cielo sin el aparato. Gabriel, mientras me ofrecía agua, me preguntó si era creyente. Le respondí que no, aunque en realidad no estaba segura. Me dijo que ver la nebulosa roseta era como ver a Dios: había que tener fe. Me pareció una tontería, pero le seguí el juego.
Me estaba divirtiendo. Estar en ese lugar alejado del pueblo, donde solo oía el sonido del viento, algún que otro bichillo y a mi amigo diciendo chorradas, me había traído paz. Aquel día había salido del trabajo revuelta. La persona que había atendido presentaba mucha rumia y la intervención me había resultado difícil. Tenía dudas sobre si había hecho bien mi trabajo. Me resultaba curioso como todos alaban el desarrollo consecuente del aprendizaje de las palabras, como vivir en sociedad, pero rara vez señalan el sufrimiento que hablar había causado: pensamientos que entran sin permiso, que dan vueltas, que se enredan.
Últimamente a mí se me enredaba el pensamiento de abandonar el doctorado. Un pensamiento que me costaba expresar porque durante muchos años doctorarme había sido muy importante para mí. Todos lo sabían. Y me quedaba tan poco para poder conseguirlo. Tenía claro que quería acabarlo a pesar del malestar que me generaba. Sin embargo, a pesar de sentirme segura con mi decisión de continuar, el pensamiento aparecía y no se iba. Sentía que la universidad era un lugar solitario, hostil, competitivo, clasista. Me estaba ahogando.
Nos marchamos de ahí sin que yo consiguiera ver la nebulosa. Tampoco me parecía importante.
El día siguiente era el último para poder matricularme en el nuevo curso de doctorado. Solo tenía que encender el ordenador, acceder a la página de la universidad, rellenar la matrícula y hacer el pago. Me llevaría como mucho quince minutos. Aun así, decidí levantarme pronto para quitarme el trámite cuanto antes.
Encendí el ordenador. A medida que el sonido de su ventilador iba siendo más fuerte, noté como la angustia empezaba a rodear mi garganta. Cuando se iluminó la pantalla, yo ya estaba rascándome el muslo con fuerza. El pensamiento empezó a ganar fuerza. Así que lo apagué, busqué las deportivas debajo de la cama y salí a correr.
Habitualmente eso me ayudaba a que los pensamientos rumiantes cada vez se hicieran más pequeños e incluso desaparecieran. Cuando corría, podía respirar. Pero esta vez, la rumia no terminaba de irse y el aire que entraba en mis pulmones no lo sentía del todo limpio.
Di una vuelta por el barrio lo suficientemente larga para sudar y despejarme un poco. A las doce del mediodía ya estaba en casa. Picoteé unos palitos de pan y me metí a la ducha. Una vez vestida, volví a encender el ordenador. Decidí dejar el trámite del doctorado para la tarde después de trabajar. Estaba segura de que con la presión del tiempo me concentraría y conseguiría matricularme. Puse música y me tumbé en la cama. Le escribí a Gabriel para ver si esa noche podíamos ir otra vez a ver si veía la puñetera nebulosa. Me dijo que le tocaba trabajar, que otro día, pero que sin fe no iba a conseguir verla. “Que te den”, le dije.
Me incorporé y me senté en frente del ordenador. Busqué información sobre ella. Quizá era imposible observarla sin un telescopio muy potente o algo así y Gabriel me mentía cuando me decía que la veía con el suyo. Como hacen cuando te dicen que con esfuerzo todo se consigue y otras mierdas. Como hacen con Dios. Sin embargo, Gabriel tenía razón. Según lo que ponía en un foro, con el modelo de su cacharro sí era posible ver la nebulosa roseta.
Comí algo rápido y me fui a trabajar. La tarde transcurrió tranquila.
Cuando llegué a casa, había un sitio delante de mi edificio y aparqué ahí. Al abrir la puerta del coche, me quedé paralizada. Volví a meter el pie que ya había tocado la carretera y la cerré. No era capaz de salir. Encendí la radio y subí el volumen de la música. No quería oírme. La vecina del piso de arriba me hizo señas para que bajara la ventanilla. “¿Qué haces ahí?”.
“No lo sé.”
Pero sí lo sabía. No quería subir a casa, encender el ordenador, acceder a la página de la universidad, rellenar la matrícula y hacer el pago.
Ese año había perdido tantas cosas importantes para mí, que me aterraba la idea de perder también la opción de terminar mi tesis. Sin embargo, ese miedo también era liberador. Sentía que no era ahí donde quería estar. Ya no.
Estuve en el coche hasta que empezó a oscurecer. Finalmente, apagué la música, bajé del coche y miré hacia la ventana de mi habitación.
“Sólo serán quince minutos”, me dije. Llevaba tres años invertidos en eso, solo quedaba un poco más. Así que subí a casa, encendí el ordenador y accedí a la página de la universidad.
Una vez ahí, miré la pantalla durante unos segundos antes de hacer nada. Respiré hondo. Puse mi mano en el ratón. El cursor pasó por encima del enlace de la matrícula, pero no lo paré ahí, lo llevé directo al icono del correo.
Le escribí a mi directora de tesis para decirle que lo dejaba.
Me puse las deportivas de nuevo y salí a correr. Ya está. Lo había dejado. Era libre. Pero, para mi sorpresa, por más que corría seguía sin ser capaz de respirar bien y cada vez sentía el aire más sucio. Así que paré un momento, no entendía qué estaba pasando. Cerré los ojos y escuché. Ya no había pensamientos que hicieran ruido, pero si escuchaba atentamente y con cuidado, podía oír mi respiración entrecortada. Me centré en ella durante unos segundos.
Abrí los ojos. Comencé a correr otra vez, mucho más rápido, y, a pesar de que estaba muy oscuro, por primera vez en muchos meses supe hacia dónde quería ir. Así que corrí y corrí hasta que llegué a la zona donde la noche anterior había mirado las estrellas con Gabriel.
Entonces, miré al cielo y la vi.
Podía ver la nebulosa roseta con mis propios ojos.
Y por fin, respiré.
* Dalila Eslava (Teruel, 1994). Ha publicado en las revistas culturales Turia y Kelatza, así como ha participado en los festivales Quema de Artistas y Rasmia. Su poema La costilla del hombre fue premiado en el LVIII Certamen Nacional de Poesía Amantes de Teruel. En 2020 publicó su primer poemario La sed de la inocencia (Entropía Ediciones).