Como si hubiera estado gestando la valentía para enfrentarme al vacío, tardé nueve meses en volver a la casa del pueblo. No hubo sorpresa alguna, todo seguía igual. El paso del tiempo se notaba en las humedades que se reproducían por las paredes, pero todo lo demás estaba en su sitio. Es lo que tienen los seres inertes como una mesa o una silla: permanecen.
Recorrí las habitaciones, recordé el número de teléfono fijo, hice pis en el baño de arriba. Me asomé al balcón y vi algunos camiones pasar. Las vistas eran al río Turía y a una carretera nacional. También estuve en la sala donde colgaban longanizas y morcillas tras la matanza y la que da paso al patio exterior. En este, la leña seguía apilada, la parra, frondosa y las escaleras que llevaban a donde mi padre plantó un par de pinos, llenas de maleza.
Rodeé la casa para volver a la puerta principal y, por el camino, saludé a unos gatos que rondaban por las macetas. Estaban sanos, al contrario que las plantas con las que jugaban. Todos los días, el vecino les daba de comer y les ponía un cuenco con agua, pero no regaba la tierra, no era suya. Ya no era de nadie.
Encendí la tele y la dejé en el canal que estaba. Mientras, hojeé las revistas que compraban todas las semanas y que seguían debajo de la mesa. Después, mi madre hizo chocolate caliente y pan tostado. Nuevamente subí arriba para hacer pis.
Me fijé en una pila de cacerolas de color granate, las que siempre usaban. En casa ya nadie sabe hacer gachas, y lo digo como si me gustaran. Echo de menos comer unos macarrones con tomate mientras todos las comen.
Y supongo que de eso va volver, de echar de menos.
Bajé de nuevo al comedor y tras mirar en los cajones, encontré unos álbumes de fotos. No se trataba de un tesoro desconocido, los había visto cientos de veces. Mirando esas imágenes tampoco me venían recuerdos, pues yo no estaba allí, eran muy antiguas. Sin embargo, era placentero ver como gente a la que ya conocí vieja fue alguna vez joven e iba al baile de la plaza con sus amigos y fingía no enterarse de que alguien le iba a tomar la fotografía. Como fingía no enterarse de que algún día se iba a morir.
Detrás de algunas de las imágenes había mensajes escritos: nombres, fechas, palabras de cariño. Mi padre se acercó y se puso a curiosear junto a mí. También me comentaba quienes eran los protagonistas, posiblemente inventándose la mayoría de casos, pues estos eran familiares y amigos de la familia de mi madre.
De repente, emitió un sonido de sorpresa: había encontrado unas instrucciones detrás de una de ellas. Me extrañó, había visto aquellas fotografías en muchas ocasiones y jamás me había dado cuenta de su existencia. Las leyó en alto:
“Desde la puerta de esta casa, camina en línea recta hasta que tus rodillas toquen el muro. Ahora, mira hacia las eras. Tres zancadas después, hay un agujero en el ladrillo. Te doy mi corazón dorado. Tómalo, tómalo. Es tuyo.”
Y aunque dichas instrucciones no despertaron ninguna curiosidad en mí, pues posiblemente el destinatario o la destinataria habría tomado el corazón dorado que mencionaba, mi padre me instó para ir a mirar, por si acaso. Así que, desde la puerta, me dirigí al muro. Mis rodillas tocaron la superficie rasposa. Miré hacia las eras. Una, dos, tres zancadas. En el agujero solo había hojas secas.
Volví a repetir el proceso, indicando a mi padre que me recordara las instrucciones y observara si las realizaba bien. Nuevamente, llegué al mismo punto.
Me giré y vi que se estaba riendo. Entré a casa y miré detrás de la foto. Solo ponía 1960. Me había engañado. Nada pasaba en ese sitio. Esta vez no iba a ser diferente.
En ese pueblo no tuve amigos y a pesar de ello, siempre me gustó ir. Me sentía bendecida por poder pasar tiempo con mi familia. Siempre digo que tuve tres abuelas maternas: mi yaya y sus dos hermanas fueron como el solecico que entra por la ventana y bajo el que te acurrucas en invierno. Mi tío fue como un abuelo. En semana santa solíamos ir todos a comernos la mona a las eras. La vez que fue la última vez no sabía que sería la última vez.
Tengo muchos recuerdos de aquella época, pero son tan lejanos que a veces parecen de otra vida: las piezas de los enchufes, los juegos en la escalera, las vueltas en la moto, subir la cuesta para llegar a casa.
Y a pesar de lo que puede estar pareciendo, el vacío no se me estaba haciendo pesado. Hacía años que esa casa no estaba llena como tal. Se fue evaporando poco a poco, siendo así la ausencia más fácil de tragar y digerir. Casi nunca hubo vómito. Le dije a mi madre que quería vivir ahí. Ambas sabíamos que no iba en serio.
Volví a subir al baño y de camino, decidí entrar de nuevo en una de las habitaciones. En el espejo, había más fotografías pegadas al marco. De estas, sí tenía recuerdos. Eran recientes, de hace unos quince años. Debajo, en la cómoda, había un joyero con forma de pájaro. Creo que era un mirlo. Lo abrí con cuidado. Dentro había un pequeño corazón dorado. Nunca antes lo había visto. Lo cogí y mis dedos acariciaron la superficie. Estaba rayado pero las marcas no eran negras, eran de color oro. Lo dejé en su sitio.
Fui a hacer pis. Mi madre me llamó y me dijo que nos iríamos pronto. Ayudé a bajar unas bolsas. Mis padres empezaron a cargar el maletero del coche.
Mientras, cogí una de las sillas de la playa que había plegadas en el recibidor y la coloqué frente al muro. Al poco, noté como los mosquitos me mordían las piernas, pero ya no había nadie al lado para espantarlos con sus manos.
Mi último relato se publicó el día de antes de que se vaciara la casa. Imagino que para siempre. Nadie quiere una zona despoblada y sería artificial por mi parte idealizar una casa que nadie quiere habitar.
Nadie vive de la soledad y la tierra. No sé cuándo volveré a ir.