Por Rafael Esteban Silvestre *
I. Octava de San Severino
Siete de noviembre de 1947. Por primera vez desde que los míos liaron los fardos para abandonar la Masía de Torre Piquer, he pasado miedo.
En mitad de la noche he adivinado la mano descarnada de la mujer que me ahogaba en pesadillas infantiles alimentadas por historias que los mayores contaban alrededor del fuego cuando las horas de sol breves obligaban al descanso. Susurraba mi nombre al abrigo de los arbustos junto al puesto de vigilancia encajado entre laderas escarpadas, que la oscuridad asimila a un órgano gigantesco dotado de tubos verticales que suenan a manos de un organista desterrado por la justicia eterna.
II. los destetaos
Un día fui encomendado al cuidado de una familia cuyo único hijo se amarró al pecho de mi madre para sobrevivir a la muerte de su madre, ser dotado de dulzura incapaz de responder a la demanda de salud tras el alumbramiento.
Cuando mi benefactor a título de padre nodrizo obtuvo un ascenso me consiguió plaza junto a su hijo en el colegio de guardias jóvenes, a lo que me daba derecho la hermandad con un descendiente de guardia laureado. Atrás quedó la infancia, y pronto nuestra habla delató nuestro origen, tarea fácil, pues el anonimato de la vida cuartelera no conoce secretos ni ignora filiaciones, y en seguida se reveló el sobrenombre que nos acompaña desde entonces, los destetaos.
El régimen de instrucción me ayudó a crecer. El trato con personas procedentes de lugares dispares y la amistad con mi hermano de leche (parecíamos predestinados a trabajar en pareja, como era propio del cuerpo), nos sostuvieron. Juramos bandera, pasó la guerra, rondé en destinos lejanos, hasta que a finales de julio pasado llegó un telegrama al puesto de la Línea de la Concepción, tierra de frontera que me había tocado en suerte. Bastaron dos líneas al dictado de las ordenanzas. “Mando ordena presencia Madrid Dir Gral incorporación inmediata nuevo destino.” No hice preguntas. Algo había llegado a mis oídos, pues un allegado me insinuó que allá arriba estaban formando cuadrillas de guardias destinadas a obtener información sobre bandoleros o guerrilleros, contrapartidas adaptadas al terreno y costumbres locales que no delataran su verdadera misión.
III. la vida a una carta
Comenzó 1947 con perturbaciones que nadie comenta durante los momentos de asueto junto a las fábricas, entre el Órgano y el cruce de la carretera, donde la autoridad decidió acantonar efectivos. Hace tres años se supo de avistamientos de bandoleros (en sus pasquines, guerrilleros), quizá los mismos que el año anterior, otro día siete, éste de junio, volaron una central eléctrica al otro lado de la sierra. Otro día siete, el asalto al tren pagador del Ferrocarril Central puso casi un millón de pesetas en manos de una red que el Mando cree haber detectado.
Los guardias nacidos en el terreno andábamos preocupados. Yo temía ser reconocido cada vez que mi contrapartida visitaba una masada para arrancar confesiones a los masoveros, siempre tenidos por sospechosos, bien por la autoridad, bien por el maquis, una situación que los dejaba inermes y que acabará con su modo de vida. Como los rasgos de los Severinos son inconfundibles (se habló de mí cuando me destetaron), me consta que a más de un guardia de mi edad se le ha observado atentamente, sin hacerle preguntas, supongo que para preservar su enmascaramiento y no terminar comprometiéndolo.
El pavor me recorre ahora durante la vigilia, a la vista del Órgano, junto al camino, donde la garita padece el asalto de las leyendas de cuando Torre Piquer era mi universo y no me ocupaba otra cosa que las historias de templarios y hospitalarios, de generales carlistas o de encerrados en fortalezas o conventos profanados. Temo que con las guerras de nuestros antepasados me atrapen fantasmas que me impedirían despertar y me abandonarían al otro lado del sueño, ahora que el silencio respira despacio y jadea invitándome a un anhelo fatal.
Desde que se instaló el Batallón de Transmisiones, una orden desalojó las masadas y prohibió la circulación nocturna. Predomina una ausencia en la que cualquier sombra se convierte en guerrillero al acecho y cuchichea ven con nosotros, somos los tuyos. El rumor del viento trae la voz de aquella mujer, cuyas manos dibujan el tapiz de las venas por las que discurre mi sangre y me acarician como me acariciaron mi madre y mi abuela al leer el terror en mi rostro.
De centinela junto a la central eléctrica, cerca del nacimiento del río, siento pasos y voces, la memoria juega conmigo y deforma el entorno: me esfuerzo por mantenerme alerta. Ni el teatro de las contrapartidas ni los turnos de vigilancia me asustan, es más peligroso este ensueño de vericuetos y barrancos que no me atrevo recorrer.
Tienes que volver con nosotros, recuérdalo. La voz proyecta la imagen de la fortaleza asolada que los míos intentaron levantar de nuevo, y hoy, octava de San Severino, he tenido miedo, un vértigo similar al que siente quien deja atrás sus pertenencias para saltar al vacío se ha adueñado de mí. Abandono el parapeto, sigo la voz y corro gritando. No temáis, soy Severino el Destetao, esperadme, me uno a vuestra partida, quiero volver a escuchar las historias de la vida.
Entreabro los ojos, temeroso, como si estuviera atrapado en un sueño, pero reconozco un entorno familiar cuando una anciana repite en voz baja mi nombre y sus manos, calientes y acogedoras, limpian las heridas que me ocasionaron quienes, al dar la voz de alarma, me llamaron traidor. Siempre habían desconfiado de mí.
*Filólogo y aficionado a la lectura, intrigado por las lenguas, de vez en cuando escribe, aunque cada vez esté más convencido de que una imagen vale más que mil palabras. No hace tantas fotografías como le gustaría: a veces prefiere que los recuerdos que realmente merecen la pena se guarden en la memoria y un día se expresen mediante palabras, aunque se las haya de llevar el viento.