* Marisol Julve Barea
Según me contaron mi madre y mi abuela, Bernardo se la trajo de uno de aquellos viajes que hacía dos veces al año a comprar aceite, aceitunas y vino para vender en su taberna. Aunque ya llegaron con una partida de casamiento, Benilde tardaba mucho en engendrar hijos lo que enervaba a su marido y a su suegra.
—¡Tanta hierba y tanto ungüento más valdría que te prepararás algo para quedarte preñada! —le arengaban con desprecio.
Y es que cuando no estaba atendiendo la taberna se la solía ver por las afueras del pueblo recogiendo hierbas para preparar mezclas con miel, cera de abeja, aceite de oliva o alcohol de romero que, cuando fue cogiendo confianza con la gente y de una manera desinteresada les recomendaba para sus dolencias.
La madre de Bernardo murió —curiosamente—de la noche a la mañana y ella se fue forjando un lugar en el pueblo y fue desplazando el protagonismo de un marido quien —también de repente— se fue silenciando. Se fue borrando el hombre huraño y taciturno, en pos de un hombre más tranquilo y ausente que dejó en manos de aquella mujer su negocio. En la taberna de Benilde, —que ya no era la de Bernardo— los parroquianos parecían disfrutar de una atmósfera onírica y cuando llegaban a casa tras unos cuantos vinos, parecían presos de un dulce letargo que daba tranquilidad a sus mujeres. No era así en muchas otras casas donde los golpes y gritos seguían siendo habituales.
—Anda Anuncia, ponte esta pomada en la cara; te bajará el golpe y notarás alivio y tómate una cucharada de este jarabe de diente de león que ya veo que estás preñada otra vez; te dará ánimo y fuerza.
—¡No me digas eso, por Dios, Benilde! No veo la regla desde que nació el pequeño —sollozaba Anuncia—. Y mi marido, está de muy mal genio, sobre todo cuando viene de la taberna y ya… Bueno , ya sabes lo que pasa.
—Si en vez de ir a la otra taberna, viniera a la mía —mascullaba entre dientes Benilde.
Nunca acompañaba a Bernardo en los viajes a su tierra y cuando le preguntaban si no quería ver a su familia, argumentaba que nadie le quedaba allí. Precisamente al regresar de uno de esos viajes, Bernardo fue sorprendió por una tormenta y al cruzar el puente de entrada al pueblo lo mató un rayo. Contra todo pronóstico la taberna siguió funcionando hasta que se acabaron las provisiones y luego, como ella no necesitaba mucho, logró sobrevivir con la voluntad que la gente le daba por los servicios que prestaba como curandera y con sus remedios para el reuma, la gota, y otras dolencias. Daba friegas para los cólicos, ponía huesos en su sitio, ayudaba a la partera y pasaba la piedra culebra, tesoro que conservaba de su madre; reliquia que su tío abuelo se trajo de Cuba y que actuaba como antídoto para las picaduras de las víboras.
Recordaba mi madre que, Eugenio, un primo de su padre, llegó con la pantorrilla morada tras recorrer en bicicleta los cinco kilómetros que separaban su pueblo del nuestro. Y cómo Benilde le pasó la piedra veces y veces por encima de la picadura hasta que esta se fue difuminando. Después Eugenio pasó la noche en nuestra casa sufriendo un estado febril y con un cuadro de diarreas y vómitos. Se acuerda muy bien mi madre de aquel episodio porque por aquellos días enfermó su hermano. Con solo cinco años le apareció un tumor en el vientre que le quitó el apetito y le hizo perder su lozanía. Un tumor que se reproducía una y otra vez después de ser quemado. Mi abuela, aunque eran vecinas, nunca había requerido los servicios de “la bruja” como la llamaba, pero una noche mi abuelo le rogó que pasase ya que mi abuela estaba desesperada porque el niño no dejaba de llorar. Benilde le dio a mi tío un preparado para que se relajase y aminorar así el dolor. Luego le masajeó el vientre, y el pecho con un ungüento hasta que el niño se quedó tranquilo. En días sucesivos la recibía con alegría sabiendo que aquella sibila le libraba de su infierno. Desde entonces todas la noches pasaba Benilde para velar al pequeño mientras mi abuela descansaba y entre sueños y vigilias se contaban la vida.
Benilde le contó que nunca había conocido padre y que su madre fue acusada de republicana y se la llevaron a la cárcel de Zaragoza donde murió; y que su destreza con las plantas le venía de familia, pues fueron su abuela y su madre quienes le enseñaron los beneficios de las mismas. Benilde no salvó a mi tío de la muerte, pero salvó a mi abuela del infierno y a mi madre del olvido, ya que todo el tiempo que su madre le dedicaba a su hijo enfermo, ella lo pasaba con Benilde viéndola preparar ungüentos y aplicárselos a los parroquianos. Así, mi madre, aprende, imita, pregunta y Benilde la instruye en una ciencia ancestral pero certera.
—Esta ciencia, tiene mucho de convicción —le explica—. Debes creer en la naturaleza de los materiales, prestar atención al procedimiento y confiar en el resultado.
Mi abuela ni siquiera se entera de que poco a poco su hija va tomando el testigo de Benilde, convirtiéndose en su mano derecha y descubriendo sin sobresaltos que Benilde le pone al vino unas semillas tamizadas, «para que les haga mejor efecto, y dejen en paz a sus mujeres», le dice a mi madre que, ya adulta, descubre que Benilde, que todo lo cura, también es vulnerable y se apaga de la noche a la mañana como los lirios del huerto.
—No tengas miedo mi niña —le dice—. La vida consiste en hacerse visible temporalmente. Ahora me haré invisible, pero eso no quiere decir que no esté. Todo es mucho más de lo que vemos a simple vista.
Y una noche en que la luna parecía querer estallar, Benilde se marchó y el ayuntamiento, previo pago, ningún impedimento puso para que mis abuelos se quedaran con la casa donde mi madre continuó con el oficio de curandera. Desde esa misma casa, donde hoy cuelga un rótulo de “Farmacia y Parafarmacia”, miro la luna recordándolas y pensando que, la vida es como el agua de un río, parece distinta pero siempre es la misma.
* Soy de Hinojosa de Jarque y ejerzo mi profesión de maestra en el centro de adultos de Cella. Escribo poesía, relatos y microrrelatos. He ganado algunos certámenes locales y la primavera que viene verá la luz mi primer poemario.