Por Isabel Traver
Cada año, al llegar la festividad de San Antón, la tía Carmen acudía a la plaza del pueblo minutos después de que las campanas de la iglesia repicasen por última vez llamando a los fieles a entrar. Entonces se sentaba en el banco de piedra que bordeaba el edificio y desde fuera seguía el sermón del cura. Con los ojos cerrados murmuraba cada oración mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas hasta deslizarse por el cuello y desaparecer bajo la camisa que reservaba para las ocasiones especiales.
Momentos antes de que la misa terminase y los feligreses salieran a la calle para comenzar la procesión, la tía Carmen se retiraba a otro banco más apartado desde el que podía ver la imagen del santo en lo alto de la peana adornada con flores y a sus familiares y amigos que marchaban al ritmo de la música. Hacía mucho tiempo que no se dejaba envolver por la alegría y el entusiasmo propios de la fiesta y, sin embargo, su devoción la empujaba a acudir cada diecisiete de enero a la plaza para poder ver a su patrón.
La tía Carmen tampoco asistía al baile que tenía lugar después del acto religioso y que sin duda era uno de los eventos más esperados del año por todos los vecinos del pueblo. Especialmente por los mozos y mozas que estaban en edad de noviazgo.
Ella nunca había tenido novio, pero no porque no tuviese pretendientes, que los tenía a montones, sino porque siempre rechazaba cualquier acercamiento y los hombres acabaron por desistir creyendo que se trataba de una engreída a la que ninguno de los jóvenes del pueblo le parecía lo suficientemente bueno.
Lo cierto es que la tía Carmen era una mujer realmente atractiva. Su rostro, de rasgos dulces, estaba salpicado por pequeñas pecas que le conferían un aspecto aniñado y tierno. La nariz, pequeña y con la punta ligeramente hacia arriba, la había heredado de su madre. Sus ojos color café eran de una bonita forma almendrada y miraban al mundo con un brillo triste que los hacía si quiera más hermosos.
Pero sin duda, lo más característico de la tía Carmen era su cabello, de un color rojizo y con grandes ondas que caían por sus hombros y parecían flotar cuando ella caminaba. Cabello que hacia el final de su adolescencia había recogido en un moño bajo y no había vuelto a soltar, como si al hacerlo fuera a romper el luto que parecía guardar y que ella misma se había autoimpuesto.
Una vez, uno de aquellos mozos del pueblo que bebían los vientos por la tía Carmen se había presentado con flores en la puerta de casa invitándola a salir a dar un paseo. Pasando el trago de su vida, esperó en la puerta ante la atenta mirada de toda una familia que quería conocer la respuesta de la joven. Ella había aceptado las flores y más por presión que por gusto había consentido tener aquella cita. A los pocos días todo el pueblo comentaba el fracaso que había supuesto el encuentro. Al parecer cuando el chico había intentado un acercamiento cariñoso, la tía Carmen había comenzado a llorar desconsoladamente y solo conseguía balbucear: “no puedo, no puedo”.
Después de aquello no había vuelto a tener más encuentros con chicos y en su casa se evitó hablar del tema porque era evidente que causaba gran dolor a la tía Carmen. No obstante, con el paso de los años y su negativa a relacionarse con ningún varón comenzaron a escucharse por el pueblo comentarios del tipo: “esta se queda para vestir santos” “como no espabile se le va a pasar el arroz”. Incluso en su propia casa el tema era motivo de disgustos continuados y discusiones, sobre todo entre madre e hija y especialmente cuando la primera insistía en lo buen muchacho y trabajador que era Pedro, el hijo del cartero, o lo guapo que estaba Ramón, el benjamín de los molineros.
La tía Carmen llegó a los treinta sin hijos ni marido, aunque desde muy joven se encargó de criar a su sobrino Julián, cuya verdadera madre falleció a los pocos meses de dar a luz. Lo quería como si fuera suyo y lo miraba como si el pequeño guardase con él un último rayo de esperanza. Cuando llegó el momento de bautizar al pequeño ella se excusó para no acudir a la iglesia, algo que no sorprendió a nadie, pues hacía más de una década que no pisaba la casa del Señor. Sin embargo, cada noche antes de acostarse rezaba pidiendo por él, para que creciese fuerte y sano. Aquel niño fue el único hombre al que pudo amar en su vida.
Precisamente, si algo hubiera movido a la tía Carmen a contraer matrimonio desde luego no hubiera sido satisfacer los deseos de su anciana madre ni acallar los chismes que circulaban sobre su vida, sino el hecho de poder traer al mundo a sus propios hijos. Cada tarde, después de terminar las tareas de la casa, salía con Julián a buscar al resto de sus sobrinos y sobrinas. Juntos podían pasar horas investigando insectos, recogiendo frutos de los árboles o bañándose en el rio.
Así, el nombre de la tía Carmen pasó a ir siempre acompañado de la coletilla: “la solterona”. Un sambenito que tuvo que sobrellevar hasta el final de sus días y todo porque en aquella mañana de marzo de su decimosexto año de vida, la tía Carmen había sido condenada, y así lo creía, a no poder pensar en los hombres sin que algo dentro de ella se desgarrase.
A la tía Carmen, a quien solo conocí a través de las palabras y el testimonio de mi abuela, pero desde el principio supe que la suya era una historia digna de contar.