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La geometría del maizal La geometría del maizal
Conchita Serrano. Vivo en Teruel desde el 2008, soy una apasionada del arte y hago fotografía hace ya unos cuantos años. Teruel me ha dado la posibilidad de conocer a muy buenos fotógrafos. He realizado alguna exposición colectiva, una individual.

La geometría del maizal

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* Cristina Armunia Berges


Llevaba un buen rato esperándola justo al lado del maizal. En ese punto exacto, después del puente del río, pero antes de la apestosa granja de cerdos. Habían quedado en verse al día siguiente sobre la misma hora, pero en un lugar menos transitado. Sentada en un ribazo medio seco, se preguntaba por qué Julia todavía no había llegado, si le habría pasado algo o si, sin saberlo, había metido la pata de algún modo sensorial. Porque ni se habían escrito, ni se habían llamado, ni se habían cruzado la noche anterior. Y eso que ella estuvo muy atenta en el bar por si veía su bici, su pelo o a su perro. Pero por la noche no aparecieron ni ella ni sus amigas y supuso que se habrían ido a algún pueblo cercano de fiesta o a algún caseto por el monte a pasar el rato hablando de chicos y de motos. Chicos a los que luego ignoraría y motos en las que no montaría porque ella ya tenía carnet de coche y no necesitaba que la llevase nadie. Ella era dos años mayor y por eso la hacía esperar.

Su asiento de hierbajos marrones y deshidratados era incómodo, pero al menos el maizal estaba lo suficientemente alto como para darle un poco de sombra. Era pleno agosto. Quedar a las doce de la mañana había sido una estupidez. El calor apretaba y agrietaba la tierra bajo sus pies. Se imaginó internándose por alguna de las anchas grietas del suelo hasta llegar al núcleo terrestre para después tener algo que contarle. Odiaba los silencios que ella misma provocaba cuando no sabía que responder o cuando la otra persona ya estaba harta de hablar y de hablar. ¿Se le había comido la lengua el gato o qué leches le pasaba?

Tenía las rodillas rojas del sol y auguraba un color de tono similar pintando sus mejillas y su nariz. Si no llegaba en diez minutos, se dijo varias veces, se iría. No le quedaba más remedio. De hecho, ya se estaba levantando cuando vio a Julia a lo lejos, corriendo desde el otro extremo del camino. De pie, al lado del maizal, esperó viéndola correr, con los brazos en jarra, como las abuelas al lado de la fuente esperando su turno para llenar un par de botellas de cinco litros. No tenía un gran estilo corriendo y tampoco sabía por qué no había aflojado un poco la marcha al verla esperar justo al lado del ribazo. Después de todo, no se iba a ir ahora que por fin había aparecido, aunque más de media hora tarde. Cuando llegó al lugar de la cita, y sin mediar palabra, le dio un beso corto, casi imperceptible, sobre sus labios secos, que también habían comenzado a agrietarse durante la espera.

El beso le pilló por sorpresa porque ella esperaba decir “hola, ¿por qué has tardado tanto?”. Sin embargo, Julia la calló de una manera magistral. Como era dos años mayor, sabía hacer callar. Así que se olvidó de los reproches y le sonrió sin más.

¿Lo ves? –dijo Julia agarrándole de la muñeca y conduciéndola hacia el maizal-. Aquí no nos puede ver nadie y menos a esta hora.

Como de costumbre no respondió. Asintió y siguió a la guía, que se abría paso entre los tallos de maíz verdes y duros, que alcanzaban un cielo que a esa hora se teñía de un azul claro magnífico. No tenía claro a dónde la llevaba, pero le dio igual, y siguió los pasos de la chica más mayor, que probablemente había ido y venido por los maizales cientos de veces.

Te llevo a un sitio romántico –y las dos soltaron una carcajada.

La mano de Julia asía con fuerza de su muñeca y, hasta que no se internaron unos treinta o cuarenta metros en el interior del campo sembrado, no se detuvieron. Sus dedos se quedaron marcados sobre su piel tostada durante unos segundos. El verano en el pueblo devolvía a su piel blanquecina toda la vitalidad que le quitaba la ciudad, las aulas y el frío.

El verano era curativo, pensó mientras seguían corriendo y esquivando tallos verdes. Las hojas del maizal, ásperas y duras, rozaban sus brazos y su rostro, pero no le hacían daño, y por un momento sintió que avanzaba por en medio de una selva amazónica, como las que había visto en los documentales de la Dos, y que Julia y ella tendrían que hacer una hoguera al caer la noche para no morir congeladas y para cocinar una liebre.

El mundo ahora se reducía al maizal verde, al sol y a las mazorcas. Y poco importaba todo lo demás. Y el miedo al otoño, al comienzo de las clases, a dejar de ver a Julia, se desvanecía porque la chica más mayor tenía ese poder sobre el tiempo y sobre las cosas.

Al cabo de unos minutos, llegaron al centro del maizal, curiosamente, tenía una zona despejada. Las dos chicas se sentaron sobre la tierra seca, que se dividía en gruesos terrones y por un rato no hablaron ni rieron, tan solo se miraron. Se tumbaron una junto a la otra. Una colonia de hormigas negras y cabezonas pasearon sobre sus cuerpos sudorosos, a la sombra del sembrado. Un saltamontes rozó el muslo de Julia y le dejó hacer sin inmutarse.

¿Qué pasará cuando se termine el verano? –preguntó la chica más joven, completamente aterrorizada.

No pasará nada –respondió Julia, que se quitó de encima saltamontes, escarabajos y hormigas para besarla bajo la geometría del maizal–. Siempre que queramos, podremos volver aquí.

 

*Terminó sus estudios de Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid en el año 2011, oficio que siempre ha combinado con su pasión por la literatura. Doctora en Ciencias de la Información por la misma universidad, trabaja actualmente como asesora de Teruel Existe.  Anteriormente, trabajó ocho años en las secciones de política y sociedad de elDiario.es, en El Heraldo de Aragón, Onda Cero y en la web de la Cadena SER en Madrid.