Por Víctor Manuel Lacambra Gambau
Peláez recibió una llamada al móvil en el peor momento de la madrugada. Cuando ese móvil sonaba, en concreto, suponía una señal inequívoca de un día tenebroso, largo e infernal. No le faltaba razón, por una serie de fatalidades de la vida esa llamada marcó el principio de una veloz carrera hacia un final inesperado.
Peláez se abalanzó por las calles que aguardaban vacías la entrada triunfal de coches, viandantes, runners y otras especies inundando aceras, terrazas a las siete de la mañana de cualquier día de la semana. Peláez conocía como su propia casa aquellas calles, los cruces, las señales y el entramado humano que a esas horas deambulaba por el barrio. Sin temor, sin luces y con el silencio de su recién estrenado coche eléctrico, llegó en apenas unos minutos a la escena del suceso.
Siento cierta envidia. La noche hipnotiza las mentes, inunda de palabras los espacios libres entre las personas y los fantasmas. Por ese motivo avisé a Peláez. Un experimentado escrutador de pruebas e intersticios para resolver todo tipo de situaciones delicadas en cualquier momento, a cualquiera hora.
Nos saludamos amablemente con una taza de café en la mano y la otra lanzada a la fría y oscura habitación donde un hombre yacía en el suelo. Peláez era un amigo en tiempos de guerra y el peor enemigo en tiempos de paz.
Un tipo extraño, huraño, siempre vestido de negro y perfectamente delineado su cabello castaño. El pelo de su cabellera se trazaba sobre una delgada y fina línea que le caía sobre el centro de sus profundos ojos verdes creando una vertical, artificial y poco resultona.
Nuestra relación se fundó hacía muchos años en la profesionalidad y la confianza mutua. Aunque yo no confiaba en nadie, si aparecía Peláez, me quedaba más tranquilo. Conocí a Peláez al menos treinta años atrás. Eran otros tiempos. Tiempos convulsos y salvajes, tiempos de plomo y alcohol, tiempos que ya forman parte de los recuerdos que se escapan por los orificios perdidos de mi memoria.
A los cinco minutos, Peláez me ofreció una descripción concreta y precisa de lo que había ocurrido en el apartamento 4. Le creí punto por punto, le despedí con la misma mano con la que le había saludado y cuando aún me quedaban algunos pequeños tragos en la taza de café.
Pobre Peláez. Fue expulsado de la policía por un feo y turbio asunto de corrupción que nunca pudo ser demostrado. Por mi parte, me esforcé todo lo que pude por salvarle el culo. Era mi mejor amigo y tras su juicio y posterior absolución se convirtió en mi mejor y más fuerte aliado en los casos más insospechados. Nunca le abandoné, estuve siempre a su lado, en los buenos y en los peores momentos. Cuando la derrota estaba a punto de llegar, ahí estaba yo para echarle una mano. Peláez por su parte hizo lo mismo por mí. Leal hasta el último momento hizo todo lo que pudo por salvarme el culo hasta el fatídico final.
Después de aquella madrugada no volví a ver a Peláez. Desapareció sin dejar una dirección, su teléfono ni siquiera con el buzón de voz activo. A la semana y media de aquella madrugada apareció medio cuerpo en un contenedor de basura y una semana después fui detenido por mis propios compañeros. No soy de las personas que me dejo impresionar, pero tengo la capacidad de ser traicionado solo una vez, la primera.
Afortunadamente, ahora me dedico a escribir todos los recuerdos almacenados en la parte de mi cerebro que me permite recordar. Es una vida dura, arrastrada por el lodo de la inspiración e ingrata. Muy ingrata. Por mucho que me esfuerce no logro vender apenas unos pocos libros medio regalados y muchos rostros de inobservancia premeditada. Desconozco el motivo. Quizás fuera una opción dedicarme a otras tareas. Es posible que ahora me tenga que dedicar, como Peláez a ser detective privado o a morir en pedazos esparcidos por la tierra, si bien, pese a todo nadie puede evitar ese placer oculto y sensual de despertarme de madrugada, desayunar con calma, observar como el aroma de café inunda la habitación y las musas van tomando asiento a mi alrededor. Aquí la gramática, aquí la concupiscencia, aquí las manías del autor...
Sospecho que no sé qué hacer con mi vida. Escribir es un ejercicio sucio, sórdido... para incomprendidos, borrachos y gente sin escrúpulos, en general. De los pocos que se salvan, los cementerios están llenos. Hay que tener suerte en la vida o un buen agente literario. Ni tengo suerte y a mi agente literario lo asesiné hace algunas semanas. Su torso debe andar perdido por algún lugar inhóspito y el resto de su cuerpo terminó en una máquina picadora.
Ya está saliendo el sol. Va a ser un día largo. Plagado de comentarios, sollozos, palabras por lo bajo y sacrificio. Ahora comienzo a sentirme bien tranquilo, despejado, expectante y hasta un poco indignado. Soy un hombre de acción y estoy atado a esta cama, a estos cuatro hierros, que me sujetan a un mundo desconocido y cruel. Aunque tiene una parte positiva esta situación desesperada estar atado me invita a la reflexionar y premeditar todo tipo de delitos…
Pienso en Peláez y su fatídica existencia imaginada por una mente enferma. Su impecable trayectoria, su excelsa capacidad y en nuestra fiel y larga amistad. Yo por mi parte, considero que va siendo hora de terminar esta historia y dotarla de un inesperado final….