*Por Dalila Eslava
Mi abuelo estuvo en la cárcel. Yo no lo llegué a conocer. No eché en falta su figura hasta que empecé a entender las conversaciones de los adultos. Imagino que creyeron que no me enteraba y, por ello, nadie me dio un concepto, un significado. Cuando tienes siete años te quedan tantas cosas por aprender. Así que me pasé un tiempo sin entender bien donde estaba mi abuelo y qué era eso de la cárcel.
La casa de mi abuela estaba repleta de sus fotos. Le preguntaba una y otra vez si ese era el abuelo. Mi abuela afirmaba y me explicaba alguna cosa de él. Otras veces me pedía, cansada, que dejara de preguntar. Yo seguía insistiendo. Mi abuelo no era guapo ni feo. Pero sí parecía muy divertido. Mi abuela me contaba que sabía imitar el sonido de muchos animales y que solía asustarle. Yo me partía de risa, pero a mi abuela se le humedecían los ojos e incluso, a veces, se le despertaba un llanto ya difícil de frenar. Yo le preguntaba por qué no íbamos a verlo. Ella me decía que estaba muy lejos. “Le daría mi corazón si pudiera”, repetía.
En varias de esas fotos mi abuelo posaba con un montón de ovejas, muchas eran blancas y otras pocas negras. Estaban en un paraje muy bonito, con paredes terrosas muy altas. No sé por qué empecé a creer que ese lugar era la cárcel. Y me gustaba mucho.
Un día, hablando de los medios de transporte en clase, le pregunté a mi profesor cómo se podía ir a un lugar que estaba muy lejos. Él me respondió que en avión. Al volver a casa, muy emocionada, les propuse a mis padres ir en avión a ver al abuelo. Aquel día, mi hermano, ya agotado de mi ingenuidad, me explicó que la cárcel era un lugar donde solo se podía ir si hacías algo que estaba mal. Y yo, muy atenta, escuché sus palabras y me di cuenta de que no necesitaba un avión para ir a ver a mi abuelo, necesitaba portarme mal. Así que empecé a mentir a mis padres y a mis compañeros. Pero pasaban los días y yo no iba a ese lugar. Agotada, me rendí.
Con el tiempo, entendí el verdadero significado de la cárcel. No mucho después, mi abuelo murió de neumonía. No me dejaron ir al entierro. Me quedé en casa con mi hermano viéndolo jugar a la consola durante horas. A los pocos años, mi abuela lo acompañó. Y la vida pasó, como pasan todas las vidas.
Muchos años después, mi madre decidió vender la casa de mis abuelos. Al principio era reacia, pero sabía que era lo mejor. Mi hermano y yo la acompañamos a vaciarla y a limpiarla. Qué nos diría mi abuela si nos viera tirar sin pestañear todo eso que ella había guardado con tanta delicadeza. Estábamos lejos de cualquier momento emocional. Una tarea mecánica y aburrida. Yo me llevé alguna cosa que me pareció interesante, como un pequeño baúl con cartas y algún vestido de mi abuela.
Después de la jornada de limpieza, mi madre nos invitó a comer en el bar de debajo de casa como agradecimiento. En ese espacio, empezamos a recordar. Se rieron de mí por aquella época en la que no entendía qué era eso de la cárcel. Y después, lloramos mientras nos cogíamos las manos. Pagamos y nos fuimos a casa.
Ya de madrugada, me puse a ojear las cartas. Eran de mi abuelo. Me debatí en si leerlas o no. Eran suyas, íntimas, y sabía que a mí no me hubiera gustado que alguien las leyera. No obstante, me podía la curiosidad, así que me decidí a hacerlo. Eran cartas que él enviaba a mi abuela desde la cárcel: batallitas, cosas cotidianas y poco más. También le decía que la echaba de menos. Sé que ella le respondía porque la redacción daba a entender que era una conversación entre dos. Me percaté de que, en cada una de las cartas, mi abuelo le decía que pronto podría estar con ella donde descansan las ovejas en verano. ¿Qué lugar sería ese? Recordé las fotos que mi abuela tenía de él junto a las ovejas, siempre en el mismo paisaje, y bajé al garaje a por ellas.
Al día siguiente, hablé con un compañero del trabajo que conocía bien la provincia. Le puse al día y me pidió ver las fotos. Rápidamente reconoció el lugar. Me picó la curiosidad. Mi compañero me dijo que podía acompañarme. Le dije que no, que prefería ir sola, así que me explicó cómo llegar.
Al sábado siguiente, sin mencionarlo a mi familia, cogí el coche y me acerqué en la mañana. Una vez aparcado el coche, empecé a caminar, recordando las indicaciones e intentando no desorientarme. Se me daban fatal esas cosas. Después de una media hora, me topé con el lugar. Imposible no reconocerlo. De mirar tanto esas fotos lo tenía grabada en la memoria. Acababa de descubrir que tras el blanco y negro se escondían colores naranjas y rojizos.
Me di una vuelta por allí. Más allá del impresionante paisaje, no encontré nada especial. Sin embargo, cuando me empezó a atacar fieramente el sol y me dispuse a buscar una zona donde refugiarme, caí en ello. Mi abuelo se refería a una sombra. Así que examiné el lugar: no había donde elegir, entre esas inmensas paredes solo había un trocito donde protegerse del sol. Me dirigí hacia allí. Había heces de las ovejas por el suelo. Imaginé que seguía siendo un lugar donde descansar en verano. Me senté en un hueco limpio y pensé en ellos. En ellos estando aquí juntos. Sentí que mis recuerdos de niña, la incomprensión, las dudas, se cerraban y podía estar en paz. Ni si quiera pregunté jamás sobre la historia de mi abuelo. Pero saber que ellos se habían querido era la historia que yo quería conocer.
Entonces vi que había una plaquita colocada en el suelo. Una frase estaba grabada. Tenía algo de barro por la lluvia, así que la limpié hasta que la pude leer.
Mientras me esperas donde quiera que estés, busca otra sombra donde descansar en verano. Te daría mi corazón si pudiera.
Puf. Puse la mano sobre mi pecho.
*Graduada en psicología y especializada en intervención social. Ha publicado en las revistas culturales Turia y Kelatza, así como ha participado en los festivales Quema de Artistas y Rasmia. Su poema La costilla del hombre fue premiado en el LVIII Certamen Nacional de Poesía Amantes de Teruel. En 2020 publicó su primer poemario La sed de la inocencia (Entropía Ediciones).