Tomás Montero. Para mi la fotografía es la manera de congelar recuerdos para revivirlos en cualquier momento. Uno debe de ser capaz de ver la vida en encuadres.
Por Raquel Fuertes Redón *
Los jueves por la tarde ponían Dick Turpin y tocaba lavar el pelo. Su madre calentaba agua en una olla y la mezclaba con agua fría en una tinaja de plástico verde. Una vez a la semana, se arrodillaba sobre una toalla frente a la bañera y dejaba que la madre le lavase el pelo con champú de huevo en envase de tamaño familiar. Después tocaba desenredar. Así fue hasta que un día instalaron el calentador de gas butano. No hizo falta calentar más ollas en aquel pisito en el que llegaron a vivir cinco personas y en el que nacieron sus dos hermanos.
No sabía por qué se había encontrado recordando aquellas tardes de la infancia. Ni aquella vieja serie. Tal vez cuando ayer se estropeó el termo eléctrico y se vio abocada a la ducha diaria con agua fría recordó los días que terminaban con un baño caliente. Hoy ni siquiera tiene bañera.
Ayer. Hoy. Mañana. De todas las perspectivas con las que una persona puede decidir vivir su vida ella había elegido antes. Todo lo que ya había pasado en su vida se le antojaba más dulce, más auténtico, más bueno que lo que vivía en el presente. Y no espera nada del futuro.
Hoy ha sido un día como cualquier otro. Un día en el que se ha deslizado por la vida haciendo poco ruido, sin significarse demasiado, como queriendo mantener una invisibilidad a la que se había visto abocada por las circunstancias. A veces recordaba a aquel gato que entraba y salía con total libertad de casa de sus abuelos cuando era pequeña. Le gustaba pensar que podía convertirse en el espíritu de aquel gato para poder vagar sin preocupaciones por jardines en los que siempre habría flores azules.
Azul. Le gustaba tanto ese color. Su ropa, sus ojos, las telas de su casa, sus flores favoritas…
Pero hacía años que su universo azul se había transformado en un mundo gris, abocado cada día más al negro. En esos días de soledades eternas ni siquiera sabía si había salido el sol. Perder el trabajo le había robado su última conexión con el exterior, la excusa para pintar una sonrisa y hacer como que vivía en el presente.
Esos días oscuros solo tenían la luz fugaz de la nostalgia, de momentos vividos totalmente almibarados con el filtro de los recuerdos. Un toque de dulzura en medio de la amargura de días que transcurrían en silencio y en soledad hasta bien entrada la tarde.
“Cariño, ya estoy en casa”. Ha llegado. Ya no está sola. La voz de él suena hoy como la de antes. Ella, por primera vez en lo que va de día, sonríe. Se acerca. Le da un beso. Y él sólo huele a él. No hay nada que temer. “La vida también puede ser bonita”. Y con ese autoengaño permanece contenta durante la velada.
Prepara la cena mientras él se ducha. Charlan en la mesa. Él le cuenta cómo le ha ido el día, qué le ha pasado en ese mundo exterior que para ella ya casi no es más que una irrealidad hostil. Pero al oírle contar piensa que sí, que mañana saldrá y hablará con alguien, sonreirá a la cajera y charlará con el chico que limpia el patio. Poco a poco. Como antes.
Hasta puede que vuelva a buscar trabajo.
Se siente tan animada después de haber transitado por un día tan negro que baja la guardia. Deja atrás sus defensas y sus miedos. Desaparecen los temores y el mundo vuelve a ser azul.
“Acabo unos informes y enseguida voy contigo a la cama, preciosa”. A zalamero no le gana nadie. Ella se va hacia la habitación llena de energía. Una alegría ingenua que le impulsa a quitarse las viejas bragas de algodón y cambiarlas por unas de seductor encaje. Deja bajo la almohada el pijama de unicornios y se pone esa camiseta ajustada y provocativa que a él le gusta tanto. La expectativa de tenerlo cerca, de sentir su piel, de que todo sea como antes le lleva a la cama en un estado de excitación que casi roza la felicidad.
Se arrebuja en su lado de la cama y, con la sonrisa pintada en su cara, cierra los ojos y se dice a sí misma que va a descansar un poco antes de que él llegue a su lado. Mientras lo oye teclear, entra en un delicioso duermevela con la esperanza de que le despierten sus suaves caricias.
Sobresaltada, oye sus pasos. No se acerca. Va hacia la cocina. Oye cómo abre la puerta de la nevera y empieza a temblar. Sabe lo que viene después.
Clic. Shhhhhhhhhhhh.
Acaba de abrir una lata de cerveza. Sabe que será la primera de muchas. Sabe que perderá la cuenta. Sabe que tardará en venir a la cama. Sabe que cuando llegue ya no olerá a él. Sabe que ha de estar muy quieta, respirar bajito, no incomodarle. Y sabe que el sueño de un día, de recuperar un amor, se ha esfumado con ese primer chasquido. Maldito alcohol.
Esa primera lata le aleja del hombre que fue, de la vida que tenían antes. Ahora sólo queda una tristeza infinita. La vuelta a esa realidad de oscuridad en la que, oh paradoja, ella se avergüenza. Hasta el punto de que se ha convertido en una sombra solitaria que sobrevive en la penumbra de la casa que fue un hogar. Antes lloraba. Ya no. Ahora solo siente una punzada que le atraviesa el corazón y le paraliza la respiración. Cuánto duele la amargura. Cuánto pesa el desamor.
Entre el miedo y la desesperanza, saca el pijama de debajo de la almohada. Se lo pone rogando por que sea suficiente coraza para mantenerlo alejada de ella esa noche. Sin fuerzas para seguir luchando, alejando la posibilidad de sentir amor por ese desconocido, se siente tan débil que sólo es capaz de pedir que pronto llegue el día en el que su espíritu pueda vagar por un prado de flores azules. Y no volver a sentir dolor. Jamás.
*Periodista, dirige una empresa periodística en Valencia y es columnista de Diario de Teruel desde 2007.
Los jueves por la tarde ponían Dick Turpin y tocaba lavar el pelo. Su madre calentaba agua en una olla y la mezclaba con agua fría en una tinaja de plástico verde. Una vez a la semana, se arrodillaba sobre una toalla frente a la bañera y dejaba que la madre le lavase el pelo con champú de huevo en envase de tamaño familiar. Después tocaba desenredar. Así fue hasta que un día instalaron el calentador de gas butano. No hizo falta calentar más ollas en aquel pisito en el que llegaron a vivir cinco personas y en el que nacieron sus dos hermanos.
No sabía por qué se había encontrado recordando aquellas tardes de la infancia. Ni aquella vieja serie. Tal vez cuando ayer se estropeó el termo eléctrico y se vio abocada a la ducha diaria con agua fría recordó los días que terminaban con un baño caliente. Hoy ni siquiera tiene bañera.
Ayer. Hoy. Mañana. De todas las perspectivas con las que una persona puede decidir vivir su vida ella había elegido antes. Todo lo que ya había pasado en su vida se le antojaba más dulce, más auténtico, más bueno que lo que vivía en el presente. Y no espera nada del futuro.
Hoy ha sido un día como cualquier otro. Un día en el que se ha deslizado por la vida haciendo poco ruido, sin significarse demasiado, como queriendo mantener una invisibilidad a la que se había visto abocada por las circunstancias. A veces recordaba a aquel gato que entraba y salía con total libertad de casa de sus abuelos cuando era pequeña. Le gustaba pensar que podía convertirse en el espíritu de aquel gato para poder vagar sin preocupaciones por jardines en los que siempre habría flores azules.
Azul. Le gustaba tanto ese color. Su ropa, sus ojos, las telas de su casa, sus flores favoritas…
Pero hacía años que su universo azul se había transformado en un mundo gris, abocado cada día más al negro. En esos días de soledades eternas ni siquiera sabía si había salido el sol. Perder el trabajo le había robado su última conexión con el exterior, la excusa para pintar una sonrisa y hacer como que vivía en el presente.
Esos días oscuros solo tenían la luz fugaz de la nostalgia, de momentos vividos totalmente almibarados con el filtro de los recuerdos. Un toque de dulzura en medio de la amargura de días que transcurrían en silencio y en soledad hasta bien entrada la tarde.
“Cariño, ya estoy en casa”. Ha llegado. Ya no está sola. La voz de él suena hoy como la de antes. Ella, por primera vez en lo que va de día, sonríe. Se acerca. Le da un beso. Y él sólo huele a él. No hay nada que temer. “La vida también puede ser bonita”. Y con ese autoengaño permanece contenta durante la velada.
Prepara la cena mientras él se ducha. Charlan en la mesa. Él le cuenta cómo le ha ido el día, qué le ha pasado en ese mundo exterior que para ella ya casi no es más que una irrealidad hostil. Pero al oírle contar piensa que sí, que mañana saldrá y hablará con alguien, sonreirá a la cajera y charlará con el chico que limpia el patio. Poco a poco. Como antes.
Hasta puede que vuelva a buscar trabajo.
Se siente tan animada después de haber transitado por un día tan negro que baja la guardia. Deja atrás sus defensas y sus miedos. Desaparecen los temores y el mundo vuelve a ser azul.
“Acabo unos informes y enseguida voy contigo a la cama, preciosa”. A zalamero no le gana nadie. Ella se va hacia la habitación llena de energía. Una alegría ingenua que le impulsa a quitarse las viejas bragas de algodón y cambiarlas por unas de seductor encaje. Deja bajo la almohada el pijama de unicornios y se pone esa camiseta ajustada y provocativa que a él le gusta tanto. La expectativa de tenerlo cerca, de sentir su piel, de que todo sea como antes le lleva a la cama en un estado de excitación que casi roza la felicidad.
Se arrebuja en su lado de la cama y, con la sonrisa pintada en su cara, cierra los ojos y se dice a sí misma que va a descansar un poco antes de que él llegue a su lado. Mientras lo oye teclear, entra en un delicioso duermevela con la esperanza de que le despierten sus suaves caricias.
Sobresaltada, oye sus pasos. No se acerca. Va hacia la cocina. Oye cómo abre la puerta de la nevera y empieza a temblar. Sabe lo que viene después.
Clic. Shhhhhhhhhhhh.
Acaba de abrir una lata de cerveza. Sabe que será la primera de muchas. Sabe que perderá la cuenta. Sabe que tardará en venir a la cama. Sabe que cuando llegue ya no olerá a él. Sabe que ha de estar muy quieta, respirar bajito, no incomodarle. Y sabe que el sueño de un día, de recuperar un amor, se ha esfumado con ese primer chasquido. Maldito alcohol.
Esa primera lata le aleja del hombre que fue, de la vida que tenían antes. Ahora sólo queda una tristeza infinita. La vuelta a esa realidad de oscuridad en la que, oh paradoja, ella se avergüenza. Hasta el punto de que se ha convertido en una sombra solitaria que sobrevive en la penumbra de la casa que fue un hogar. Antes lloraba. Ya no. Ahora solo siente una punzada que le atraviesa el corazón y le paraliza la respiración. Cuánto duele la amargura. Cuánto pesa el desamor.
Entre el miedo y la desesperanza, saca el pijama de debajo de la almohada. Se lo pone rogando por que sea suficiente coraza para mantenerlo alejada de ella esa noche. Sin fuerzas para seguir luchando, alejando la posibilidad de sentir amor por ese desconocido, se siente tan débil que sólo es capaz de pedir que pronto llegue el día en el que su espíritu pueda vagar por un prado de flores azules. Y no volver a sentir dolor. Jamás.
*Periodista, dirige una empresa periodística en Valencia y es columnista de Diario de Teruel desde 2007.