Por Javier Hinojosa *
A Pío el de la Rosa le llamaban también el Mozo Viejo. Aunque para los no iniciados en el léxico rural eso pueda parecer un oxímoron, dicha denominación se refería al hecho de que era un soltero entrado en años. Había cumplido ya los cincuenta y seis y no se le había conocido hembra, al menos que no fuese de pago. Hacía un tiempo que había desterrado ya la boina porque Prudencio le dijo en el bar que parecía sacado de una foto en blanco y negro, que hiciese el favor de modernizarse un poco. Desde entonces lucía una sempiterna gorra verde de las dos que tenía, una de la Caja Rural y la otra de John Deere. Las iba alternando cada cuatro o cinco semanas, cuando se las echaba a lavar, aunque no les hiciera falta, a su anciana madre. Las pocas veces que se le veía con la testa descubierta le refulgía una deslumbrante calva tersa, que contrastaba con una tez ennegrecida y surcada de hondas arrugas que eran el resultado de unas cuantas décadas al sol en el campo. Tan blanca, brillante y redonda era que el faltón de Simón le dijo un día que parecía la cúpula del Observatorio de Javalambre.
Aquella noche, víspera de San Roque, a Pío le tocaba regar las patatas a las cuatro de la madrugada. Como todos los años de pertinaz sequía, la Junta de Regantes había establecido un estricto ador que determinaba cuándo le correspondía a cada regante irrigar sus cultivos dependiendo de en qué partida tuviesen los bancales. Según dicho turno, se hacía que el azud recondujese el agua del río o bien hacia la acequia de la margen derecha o a la de la izquierda; ambas fluían a los costados del Turia y llevaban siglos cumpliendo su cometido. En el secano ya se había perdido todo el cereal, y el estiaje de aquel año tampoco hacía presagiar buena cosecha en el regadío. Por eso la Junta había impuesto la necesidad de regar al hilo, es decir, cada agricultor sólo podía regar cuando le tocase, y si se le pasaba el turno lo perdía hasta la semana siguiente, con el riesgo de que su cosecha muriese de sed mientras tanto con semejante calorina.
Los regantes sabían de memoria la secuencia de las partidas río abajo, igual que los de Madrid saben que Tirso de Molina, Sol, Gran Vía y Tribunal es el orden de las paradas de metro a las que les cantaba Sabina. La toponimia les había otorgado nombres ancestrales que hacían referencia las características del lugar en el que se encontraban como Los Hoyos, el Charco, la Vegatilla o el Haldudo, a árboles como la Salceda, a aves como la Avutarda o a algún supuestamente ilustre médico terrateniente al que le debían llamar el Dotor en tiempos inmemoriales.
Pío tenía las patatas en el Haldudo, y siempre recordaba con amargura que cuando le preguntó una vez de chaval a Don Dionisio, el maestro, que qué quería decir aquella palabra, éste le espetó que dejara de hacer preguntas estúpidas mientras le propinó un sonoro pescozón en el cerviguillo. Hasta muchos años después, cuando los bancos aún regalaban algo y en el Banesto le obsequiaron con una Espasa-Calpe, no supo que ese término se refería al que tiene mucha abundancia o posee mucha falda, entendiendo por falda la parte baja de un monte, en este caso la del puntal de la Talayuela.
Llegó al bancal en la C15 un poco antes de las cuatro. Había luna nueva, con lo que la oscuridad hubiera sido abisal de no haber llevado consigo el camping gas. Sacó las tablas de la furgoneta y los plásticos de sacos de 15-15 y se dispuso a encajarlas en el brazal para hacer parada, abrir la tajadera y regar sus cuarenta caballones de patatas. Vio que aún no bajaba ni una gota y pensó que se habría retrasado algo Blas, su colindante, en soltársela. Le extrañaba porque no lo había visto al pasar, así que cogió el farol y echó a andar para ver quién le estaba reteniendo el agua que a esa hora le correspondía a él.
Al cabo de seis u ocho minutos vio a lo lejos una tenue luz y en seguida detectó que era Antón, que estaba regando en los Hoyos. Conforme se acercaba a él le empezó a efervescer la sangre y se le hinchó la vena de pura rabia mientras le voceaba una sarta de insultos y mecagüendioses desproporcionados a la gravedad de la ofensa cometida. Antón intentó sosegarlo y le empezó a explicar que no había podido regar antes porque el chico se había esmorrado con la bicicleta y lo había tenido que subir a Urgencias, pero Pío no atendió a razones y le descerrajó un legonazo en el lado izquierdo de la cara que lo hizo caer inerte al reventarle la cabeza como si fuera una cucaña.
Dejó su cuerpo junto al ribazo, quitó las tablas del brazal y se volvió sobre sus pasos hasta su bancal. Al llegar comprobó que el agua ya corría entre los caballones y esperó casi una hora hasta que estuvo todo bien regado. Luego quitó la parada, echó los trastos a la furgoneta y condujo hasta lo de Antón, donde cargó su bicicleta y sus tablas antes de meter el cuerpo de su convecino en la socorrida C-15. Condujo camino arriba hasta el cercano monte del Cerroqueso, paró el vehículo y echó al malhadado Antón al camino. Le quitó la ropa sin mirarle a la cara, pero sí vio que llevaba los calzoncillos limpios. Se notaba que se había mudado para ir al hospital, pensó. Lo cogió en un brazado, agradeciendo que fuese un hombre tan enjuto, y anduvo una veintena de pasos con él a cuestas hasta la orilla del barranco, donde lo arrojó sin mayores remordimientos. No tardaría en amanecer, y tampoco tardarían en dar buena cuenta de él los famélicos moradores de la buitrera.
Llegó a casa, dejó la bicicleta en el pajar debajo de una lona y se echó a la cama. Durmió como un crío de pecho algo menos de cuatro horas porque tenía que ir a la misa en honor al Patrón y sacar el santo en procesión. Luego había vino español en el Multiusos, donde se puso como un choto con dos madres de croquetas, tortilla de patata, gambas y empanadillas. De allí ya se acercó al bar de la Paqui a esperar que llegaran los otros para echar el guiñote. Entonces cayó, de repente, en que les iba a faltar uno. A alguno encontrarían.
* Licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de Zaragoza. Profesor de inglés, traductor ocasional y autor de varios relatos publicados en DIARIO DE TERUEL
A Pío el de la Rosa le llamaban también el Mozo Viejo. Aunque para los no iniciados en el léxico rural eso pueda parecer un oxímoron, dicha denominación se refería al hecho de que era un soltero entrado en años. Había cumplido ya los cincuenta y seis y no se le había conocido hembra, al menos que no fuese de pago. Hacía un tiempo que había desterrado ya la boina porque Prudencio le dijo en el bar que parecía sacado de una foto en blanco y negro, que hiciese el favor de modernizarse un poco. Desde entonces lucía una sempiterna gorra verde de las dos que tenía, una de la Caja Rural y la otra de John Deere. Las iba alternando cada cuatro o cinco semanas, cuando se las echaba a lavar, aunque no les hiciera falta, a su anciana madre. Las pocas veces que se le veía con la testa descubierta le refulgía una deslumbrante calva tersa, que contrastaba con una tez ennegrecida y surcada de hondas arrugas que eran el resultado de unas cuantas décadas al sol en el campo. Tan blanca, brillante y redonda era que el faltón de Simón le dijo un día que parecía la cúpula del Observatorio de Javalambre.
Aquella noche, víspera de San Roque, a Pío le tocaba regar las patatas a las cuatro de la madrugada. Como todos los años de pertinaz sequía, la Junta de Regantes había establecido un estricto ador que determinaba cuándo le correspondía a cada regante irrigar sus cultivos dependiendo de en qué partida tuviesen los bancales. Según dicho turno, se hacía que el azud recondujese el agua del río o bien hacia la acequia de la margen derecha o a la de la izquierda; ambas fluían a los costados del Turia y llevaban siglos cumpliendo su cometido. En el secano ya se había perdido todo el cereal, y el estiaje de aquel año tampoco hacía presagiar buena cosecha en el regadío. Por eso la Junta había impuesto la necesidad de regar al hilo, es decir, cada agricultor sólo podía regar cuando le tocase, y si se le pasaba el turno lo perdía hasta la semana siguiente, con el riesgo de que su cosecha muriese de sed mientras tanto con semejante calorina.
Los regantes sabían de memoria la secuencia de las partidas río abajo, igual que los de Madrid saben que Tirso de Molina, Sol, Gran Vía y Tribunal es el orden de las paradas de metro a las que les cantaba Sabina. La toponimia les había otorgado nombres ancestrales que hacían referencia las características del lugar en el que se encontraban como Los Hoyos, el Charco, la Vegatilla o el Haldudo, a árboles como la Salceda, a aves como la Avutarda o a algún supuestamente ilustre médico terrateniente al que le debían llamar el Dotor en tiempos inmemoriales.
Pío tenía las patatas en el Haldudo, y siempre recordaba con amargura que cuando le preguntó una vez de chaval a Don Dionisio, el maestro, que qué quería decir aquella palabra, éste le espetó que dejara de hacer preguntas estúpidas mientras le propinó un sonoro pescozón en el cerviguillo. Hasta muchos años después, cuando los bancos aún regalaban algo y en el Banesto le obsequiaron con una Espasa-Calpe, no supo que ese término se refería al que tiene mucha abundancia o posee mucha falda, entendiendo por falda la parte baja de un monte, en este caso la del puntal de la Talayuela.
Llegó al bancal en la C15 un poco antes de las cuatro. Había luna nueva, con lo que la oscuridad hubiera sido abisal de no haber llevado consigo el camping gas. Sacó las tablas de la furgoneta y los plásticos de sacos de 15-15 y se dispuso a encajarlas en el brazal para hacer parada, abrir la tajadera y regar sus cuarenta caballones de patatas. Vio que aún no bajaba ni una gota y pensó que se habría retrasado algo Blas, su colindante, en soltársela. Le extrañaba porque no lo había visto al pasar, así que cogió el farol y echó a andar para ver quién le estaba reteniendo el agua que a esa hora le correspondía a él.
Al cabo de seis u ocho minutos vio a lo lejos una tenue luz y en seguida detectó que era Antón, que estaba regando en los Hoyos. Conforme se acercaba a él le empezó a efervescer la sangre y se le hinchó la vena de pura rabia mientras le voceaba una sarta de insultos y mecagüendioses desproporcionados a la gravedad de la ofensa cometida. Antón intentó sosegarlo y le empezó a explicar que no había podido regar antes porque el chico se había esmorrado con la bicicleta y lo había tenido que subir a Urgencias, pero Pío no atendió a razones y le descerrajó un legonazo en el lado izquierdo de la cara que lo hizo caer inerte al reventarle la cabeza como si fuera una cucaña.
Dejó su cuerpo junto al ribazo, quitó las tablas del brazal y se volvió sobre sus pasos hasta su bancal. Al llegar comprobó que el agua ya corría entre los caballones y esperó casi una hora hasta que estuvo todo bien regado. Luego quitó la parada, echó los trastos a la furgoneta y condujo hasta lo de Antón, donde cargó su bicicleta y sus tablas antes de meter el cuerpo de su convecino en la socorrida C-15. Condujo camino arriba hasta el cercano monte del Cerroqueso, paró el vehículo y echó al malhadado Antón al camino. Le quitó la ropa sin mirarle a la cara, pero sí vio que llevaba los calzoncillos limpios. Se notaba que se había mudado para ir al hospital, pensó. Lo cogió en un brazado, agradeciendo que fuese un hombre tan enjuto, y anduvo una veintena de pasos con él a cuestas hasta la orilla del barranco, donde lo arrojó sin mayores remordimientos. No tardaría en amanecer, y tampoco tardarían en dar buena cuenta de él los famélicos moradores de la buitrera.
Llegó a casa, dejó la bicicleta en el pajar debajo de una lona y se echó a la cama. Durmió como un crío de pecho algo menos de cuatro horas porque tenía que ir a la misa en honor al Patrón y sacar el santo en procesión. Luego había vino español en el Multiusos, donde se puso como un choto con dos madres de croquetas, tortilla de patata, gambas y empanadillas. De allí ya se acercó al bar de la Paqui a esperar que llegaran los otros para echar el guiñote. Entonces cayó, de repente, en que les iba a faltar uno. A alguno encontrarían.
* Licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de Zaragoza. Profesor de inglés, traductor ocasional y autor de varios relatos publicados en DIARIO DE TERUEL