Conchita Serrano. Apasionada del arte, vive en Teruel desde 2008 y hace fotografía desde hace ya algunos años. Ha realizado alguna exposición colectiva y una individual y actualmente trabaja en un proyecto de collages.
Por Silvia Ariño Gurrea *
Ahora mismo escribo subida a un avión donde me han pedido que bajara la cortina de la ventanilla. La solicitud ha sido terminante. Me bastó un breve vistazo a la hilera previa de ventanillas para comprender que no era opcional. Me uní a la fila. Una ventana cerrada más. De forma implacable, una a una fueron cayendo hasta ocultar toda visión. Sólo quedó el interior del avión y su pantalla individual con 72 películas, 110 series y documentales, 21 juegos, 55 álbumes de música, 20 listas de música variada y 7 audiobooks.
He esperado paciente a que nos dieran la señal de que podíamos abrirlas de nuevo. No llegó. Llegó una comida, después una merienda, pero no volvió a hacerse mención de la ventanilla. La petición de cerrarla se sintió igual que cualquiera de estos ofrecimientos. Una breve llamada de atención, gestos, alguna palabra y sonrisas. Desde luego, coincidiremos en que la única ventaja contrastable de ocupar la ventanilla en un vuelo largo es tener la oportunidad de echar un vistazo por ella de vez en cuando. ¿Visitaré Houston alguna vez? ¿Acaso Nashville? ¿Calais, San Juan de Terranova? Creo que no, son lugares que sólo conoceré mientras los sobrevuelo.
En realidad, tengo mi teoría sobre por qué nos han solicitado bajar las cortinas. Coincide de pleno con las razones por las que decidí no levantarla pasado el rato y comprender que ninguna perturbación estaba sucediendo. Me atreví a arremeter rápidos vistazos y la luz que entraba era cegadora. No podía permanecer abierta. No se dibujaba paisaje alguno, todo era una luz dorada que quemaba la retina, más aún en contraste con la oscuridad del interior. Miré hacia mi derecha. La persona que está en pasillo no es consciente de esto, puesto que se entretiene con su libertad de movimiento. La persona que está en medio, resignada, no atiende a ninguno de sus dos flancos, acaso es la que tiene la pantalla encendida más tiempo. Y la que está en ventanilla, que en ese viaje soy yo, se encarga de mantenerla cerrada, algo nerviosa de conocer el haz de luz que oculta.
Este vuelo que os narro es un vuelo de vuelta. El vuelo de ida fue muy diferente, aunque también me tocó ser la persona en la ventana. En esa ocasión, a nadie se le ocurrió sugerirme la posibilidad de cerrar la cortina, ni a la tripulación ni a mis compañeros de fila. Posiblemente a estos últimos les hubiera respondido con un bufido por la ofensa, sobre todo por la cara que me ponían cada vez que necesitaba salir al baño. Tu primer vuelo de 12 horas no es fácil.
En ese otro vuelo, muchas cortinas estuvieron echadas, pero unas cuantas, como la mía, permanecieron levantadas. En esa ocasión, sentí con contundencia la luz dorada y sus imágenes. Me sentí embaucada por las nubes de todos los colores y la mar convertida en una lámina brillante. Por los nombres de las ciudades o lugares, que seguía ávidamente en el mapa de la pantalla, y que contrastaba con los lejanos pedazos de tierra que llegaba a vislumbrar. La realidad: llegué agotada a mi destino. Creo que no fue la excitación de mi viaje, ni el hecho de haber permanecido la noche anterior en vela en un autobús de Zaragoza a Madrid, ni por supuesto la diferencia horaria de siete horas. Tuvo que ver con el hecho de tener la ventana abierta de par en par todo el tiempo, de inyectar mis ojos en su luz, de beber las formas abrumadoras y desquiciadas de la naturaleza y el orden azaroso que les imponemos.
Esto es solo una teoría. Mi actual vuelo todavía no ha terminado y no sé en qué condiciones llegaré a mi destino. En un momento dado, tras dos películas contemporáneas de cine español dirigidas por mujeres, y medio libro de ensayos literarios de Rosario Castellanos, he abierto de un impulso y con brusquedad mi cortina, sin preguntar a nadie, tampoco a mí misma. Es la hora azul y como su propio nombre indica, todo el paisaje se fusiona en distintos azules. Oscuros todos ellos, añiles, con un brillo muy tenue en el fondo de sí. Está anocheciendo y la luz ya no puede hacernos daño.
En unas pocas horas amaneceré en Madrid, y apenas una hora y media después estaré en mi pueblo. Me fui de él hace un año a un lugar a 12000 kilómetros de distancia aproximadamente. Creo, y puedo poner mi corazón en la mano al decir esto, que una entre las muchas razones que sopesé para no volver antes, fue la abrumadora intensidad de la ventanilla del avión. No sé cómo expresaros la mezcla de desilusión y alivio que me embargan al verla ahora mismo tan oscura y apagada. Casi como si estuviera cerrada. Casi, recordándome cómo me sentía antes de venir aquí.
Si levanto el brazo un poco más, solo unos centímetros, el contorno de luz y fuego se expandirá hasta formar la imagen de mi habitación. La transición sería más rápida que la de cualquier corrosivo, y en vez de consumir la imagen la explosionaría. El color incandescente marca unos límites ficticios, tal vez pueda llamarlos fisiológicos, que mis ojos aplastados perciben como todo contacto con la realidad. Una realidad desfigurada, reducida a su mínima forma de luz, de la que se ha sustraído todo peso o forma. Su fluorescencia oscila entre el blanco y el rojo. El amarillo es casi imperceptible, apenas una hebra de pelo. El resto es oscuridad. Ni negra, ni profunda; nada. No me produce ningún peso pero tampoco me provee de ingravidez. Por suerte, estoy lo suficientemente desconectada de mi cuerpo para no sentir su materialidad. Es como si redujera las constantes vitales al mínimo, a un paso de anularlas, pero cuyo ritmo acompasado me sirviera como rumor para abstraerme. Lo único que soy capaz de sentir es mi brazo. Mi brazo que aplasta mis ojos, que me recuerda que soy un cuerpo. Por lo demás, no sé cómo he logrado la inmovilidad absoluta, la supresión de cualquier urgencia o reacción como el hambre, el frío, el dolor postural o las ganas de ir al baño. Estoy fija o soy fija. Si alguien entrara, no podría verme, sus ojos me atravesarían como lo hacen con el aire. Si no fuera por este brazo… me podría quedar así para siempre, hasta disolverme y desaparecer. No dejaría ni polvo. Nada. Como si nunca hubiera existido.
A veces siento que ando buscando un tesoro. Cada vez que creo haber encontrado algo maravilloso y único, al tiempo (al poco tiempo), la sensación se apaga y todo vuelve a ser como antes. Supongo que es la llamada mundanidad que nos recuerda que todo va a morir. Pienso en mi pueblo y pienso en la ciudad en la que vivo ahora. No son tan diferentes. En cualquiera de ellas mi brazo volverá a caer sobre mis ojos, y también en cualquiera de ellas mis ojos volverán a inyectarse en la luz, volveré a desear tener y ser ventana abierta.
* Graduada en Bellas Artes por la Universidad de Zaragoza, actualmente está realizando un doctorado con la Universitat Politècnica de València. Ha dirigido un taller de escritura creativa en Teruel, otro de lectura filosófica en Valencia y la colaboración con DIARIO DE TERUEL escribiendo relatos acompañados de fotografías; así como la participación en congresos y exposiciones artísticas nacionales e internacionales. Reside en Ciudad de México, donde se dedica a la gestión cultural.
Ahora mismo escribo subida a un avión donde me han pedido que bajara la cortina de la ventanilla. La solicitud ha sido terminante. Me bastó un breve vistazo a la hilera previa de ventanillas para comprender que no era opcional. Me uní a la fila. Una ventana cerrada más. De forma implacable, una a una fueron cayendo hasta ocultar toda visión. Sólo quedó el interior del avión y su pantalla individual con 72 películas, 110 series y documentales, 21 juegos, 55 álbumes de música, 20 listas de música variada y 7 audiobooks.
He esperado paciente a que nos dieran la señal de que podíamos abrirlas de nuevo. No llegó. Llegó una comida, después una merienda, pero no volvió a hacerse mención de la ventanilla. La petición de cerrarla se sintió igual que cualquiera de estos ofrecimientos. Una breve llamada de atención, gestos, alguna palabra y sonrisas. Desde luego, coincidiremos en que la única ventaja contrastable de ocupar la ventanilla en un vuelo largo es tener la oportunidad de echar un vistazo por ella de vez en cuando. ¿Visitaré Houston alguna vez? ¿Acaso Nashville? ¿Calais, San Juan de Terranova? Creo que no, son lugares que sólo conoceré mientras los sobrevuelo.
En realidad, tengo mi teoría sobre por qué nos han solicitado bajar las cortinas. Coincide de pleno con las razones por las que decidí no levantarla pasado el rato y comprender que ninguna perturbación estaba sucediendo. Me atreví a arremeter rápidos vistazos y la luz que entraba era cegadora. No podía permanecer abierta. No se dibujaba paisaje alguno, todo era una luz dorada que quemaba la retina, más aún en contraste con la oscuridad del interior. Miré hacia mi derecha. La persona que está en pasillo no es consciente de esto, puesto que se entretiene con su libertad de movimiento. La persona que está en medio, resignada, no atiende a ninguno de sus dos flancos, acaso es la que tiene la pantalla encendida más tiempo. Y la que está en ventanilla, que en ese viaje soy yo, se encarga de mantenerla cerrada, algo nerviosa de conocer el haz de luz que oculta.
Este vuelo que os narro es un vuelo de vuelta. El vuelo de ida fue muy diferente, aunque también me tocó ser la persona en la ventana. En esa ocasión, a nadie se le ocurrió sugerirme la posibilidad de cerrar la cortina, ni a la tripulación ni a mis compañeros de fila. Posiblemente a estos últimos les hubiera respondido con un bufido por la ofensa, sobre todo por la cara que me ponían cada vez que necesitaba salir al baño. Tu primer vuelo de 12 horas no es fácil.
En ese otro vuelo, muchas cortinas estuvieron echadas, pero unas cuantas, como la mía, permanecieron levantadas. En esa ocasión, sentí con contundencia la luz dorada y sus imágenes. Me sentí embaucada por las nubes de todos los colores y la mar convertida en una lámina brillante. Por los nombres de las ciudades o lugares, que seguía ávidamente en el mapa de la pantalla, y que contrastaba con los lejanos pedazos de tierra que llegaba a vislumbrar. La realidad: llegué agotada a mi destino. Creo que no fue la excitación de mi viaje, ni el hecho de haber permanecido la noche anterior en vela en un autobús de Zaragoza a Madrid, ni por supuesto la diferencia horaria de siete horas. Tuvo que ver con el hecho de tener la ventana abierta de par en par todo el tiempo, de inyectar mis ojos en su luz, de beber las formas abrumadoras y desquiciadas de la naturaleza y el orden azaroso que les imponemos.
Esto es solo una teoría. Mi actual vuelo todavía no ha terminado y no sé en qué condiciones llegaré a mi destino. En un momento dado, tras dos películas contemporáneas de cine español dirigidas por mujeres, y medio libro de ensayos literarios de Rosario Castellanos, he abierto de un impulso y con brusquedad mi cortina, sin preguntar a nadie, tampoco a mí misma. Es la hora azul y como su propio nombre indica, todo el paisaje se fusiona en distintos azules. Oscuros todos ellos, añiles, con un brillo muy tenue en el fondo de sí. Está anocheciendo y la luz ya no puede hacernos daño.
En unas pocas horas amaneceré en Madrid, y apenas una hora y media después estaré en mi pueblo. Me fui de él hace un año a un lugar a 12000 kilómetros de distancia aproximadamente. Creo, y puedo poner mi corazón en la mano al decir esto, que una entre las muchas razones que sopesé para no volver antes, fue la abrumadora intensidad de la ventanilla del avión. No sé cómo expresaros la mezcla de desilusión y alivio que me embargan al verla ahora mismo tan oscura y apagada. Casi como si estuviera cerrada. Casi, recordándome cómo me sentía antes de venir aquí.
Si levanto el brazo un poco más, solo unos centímetros, el contorno de luz y fuego se expandirá hasta formar la imagen de mi habitación. La transición sería más rápida que la de cualquier corrosivo, y en vez de consumir la imagen la explosionaría. El color incandescente marca unos límites ficticios, tal vez pueda llamarlos fisiológicos, que mis ojos aplastados perciben como todo contacto con la realidad. Una realidad desfigurada, reducida a su mínima forma de luz, de la que se ha sustraído todo peso o forma. Su fluorescencia oscila entre el blanco y el rojo. El amarillo es casi imperceptible, apenas una hebra de pelo. El resto es oscuridad. Ni negra, ni profunda; nada. No me produce ningún peso pero tampoco me provee de ingravidez. Por suerte, estoy lo suficientemente desconectada de mi cuerpo para no sentir su materialidad. Es como si redujera las constantes vitales al mínimo, a un paso de anularlas, pero cuyo ritmo acompasado me sirviera como rumor para abstraerme. Lo único que soy capaz de sentir es mi brazo. Mi brazo que aplasta mis ojos, que me recuerda que soy un cuerpo. Por lo demás, no sé cómo he logrado la inmovilidad absoluta, la supresión de cualquier urgencia o reacción como el hambre, el frío, el dolor postural o las ganas de ir al baño. Estoy fija o soy fija. Si alguien entrara, no podría verme, sus ojos me atravesarían como lo hacen con el aire. Si no fuera por este brazo… me podría quedar así para siempre, hasta disolverme y desaparecer. No dejaría ni polvo. Nada. Como si nunca hubiera existido.
A veces siento que ando buscando un tesoro. Cada vez que creo haber encontrado algo maravilloso y único, al tiempo (al poco tiempo), la sensación se apaga y todo vuelve a ser como antes. Supongo que es la llamada mundanidad que nos recuerda que todo va a morir. Pienso en mi pueblo y pienso en la ciudad en la que vivo ahora. No son tan diferentes. En cualquiera de ellas mi brazo volverá a caer sobre mis ojos, y también en cualquiera de ellas mis ojos volverán a inyectarse en la luz, volveré a desear tener y ser ventana abierta.
* Graduada en Bellas Artes por la Universidad de Zaragoza, actualmente está realizando un doctorado con la Universitat Politècnica de València. Ha dirigido un taller de escritura creativa en Teruel, otro de lectura filosófica en Valencia y la colaboración con DIARIO DE TERUEL escribiendo relatos acompañados de fotografías; así como la participación en congresos y exposiciones artísticas nacionales e internacionales. Reside en Ciudad de México, donde se dedica a la gestión cultural.