*Por José Miguel Meléndez Torán
Miguel sacó su navaja. La afiló con una piedra de rodeno, arenisca, rosácea y se fue a recoger alguno de trozos de la corteza de aquel impresionante pino.
¡Este valdrá, ven!, me comentó mientras miraba atónito a mi abuelo, ¡vamos a hacer un pequeño barco!.
Un barco de corteza de pino. Aquel niño de apenas 7 años abría los ojos atónito, en la Barcelona donde residía, ni siquiera se había dado cuenta de que había árboles a su alrededor. La impresionante pinada de la Sierra de Albarracín, abrumaba.
Además ya habíamos puesto a refrescar las sandías y melones además de las botellas de refrescos en una especie de piscina con piedras que el abuelo había amontonado en el Guadalaviar, “la fresquera”, dijo.
¡Mete las manos!, está helada, abuelo! el agua mana de Los Montes Universales. El abuelo seguía con su lección de geografía y naturaleza y en mi rostro se debía percibir fácilmente, el asombro. “Los montes universales”, vamos que hay pinos desde aquí hasta más allá de Plutón, debí pensar.
Utilizo la corteza que le sobra al árbol, tiene calor y se desprende de alguna de sus cortezas. Sabes, ¡el árbol está vivo!, seguía hablando del abuelo.
En mi rostro no cabían más señales de incredulidad y sorpresa. No solo el árbol es impresionante, ¡además está vivo! Yo lo miraba con cara descentrada, el pino, en mi parecer, no daba señales de vida o al menos a mí me lo parecía.
El abuelo Miguel empezó su labor callada y minuciosa, con aquella pequeña navaja, oradaba la corteza y comenzaba a darle forma de una diminuta embarcación. ¡Un agujero. Aquí irá el mástil y la vela y aquí el timón!, el abuelo me seguía informando de sus operaciones.
Una pequeña rama, afilada y unas hojas de chopo, sirvieron de velamen, en pocos minutos aquel trozo de corteza se convirtió en un barco y Guadalaviar arriba y abajo, tuve un juguete que nunca olvidaré.
Las enseñanzas de aquel día de campo no paraban, el agua estaba fría y provenía de los montes universales, los pinos están vivos y tienen calor y además tengo un juguete, pero no todo terminaba ahí.
En otro momento del día vi al abuelo meter sus manos en la tierra y después abrazar un árbol. Entonces además de no entender nada tenía el rostro de asombro y desorientación.
¿Nunca has abrazado un árbol? ¿Noooo? Estaba entre la duda del que no sabe y la incredulidad de saber si la pregunta era para mí o era de verdad.
El árbol está vivo. Igual que tú. Y además siente. Siente tu abrazo, siente que lo cuidas, que lo riegas, que lo quieres, ¡abrázalo!. Mis temblorosos brazos iniciaron un semicírculo que evidentemente no llegaban a su perímetro, pero hasta donde fue posible lo abracé, tímidamente, incrédulo. No sentí nada, en absoluto, solo la corteza en mi rostro, que me arañaba.
Eso sí percibí el olor del árbol, incluso llegué a mancharme en el brazo de una sustancia pegajosa. “Es resina”, la resina del árbol, es como la sangre del árbol. Los madereros de la sierra la aprovechan para hacer muchas cosas.
Aquella resina, su tacto, su olor y su resistencia a abandonar mi brazo, será un recuerdo que permanezca en mí para siempre. Seguía descubriendo cosas.
Tras comer y refrescarnos, jugar a rescatar las sandías y los melones de la fresquera, de la que estuvimos bien atentos todo el día. Tocó descansar y jugar a las cartas. Poco después, el abuelo Miguel me cogió de las manos y me ayudó a enterrarlas en la tierra. ¿Qué sientes?, está fresca la tierra, le dije. Tienes razón, pero si nos vamos a donde da el sol…. Empezó a entrecavar con una rama. Mete ahora las manos, “aquí está caliente”, un descubrimiento excepcional, además la tierra estaba más dura, compacta. Es diferente abuelo.
Aquel día empecé a “sentir”. Igual que no sentí el árbol, sentí el frescor del agua, la diferencia del tacto de la tierra, sentí como la naturaleza nos provee o podemos ayudarnos de ella para refrescar, para beber, para jugar.
Mientras escribo me doy cuenta que no he creado esa conciencia que el abuelo Miguel me inculcó y creo que a mis hijos nunca les he dado esta enseñanza. Les he dado consejos de muchas cosas pero nunca les he pedido que metieran las manos en el Guadalaviar, que tocaran la tierra y que abrazaran un árbol.
La naturaleza habla y lo hace todos los días. Ahora existen sensores, inteligencia artificial, que nos dice que lo le pasa a la naturaleza, antes lo sabíamos viendo la puesta del sol en el atardecer, los pastores te anunciaban tormenta y los animales “barruntaban” cambios de tiempo. Los satélites y los ordenadores nos permiten avanzar cómo será y dónde posiblemente llueva o nieve con intensidad con horas o días de antelación.
Escuché y no entendí algunas de las enseñanzas de mi abuelo. Bueno al menos aquel día. Aunque ahora que lo pienso, me dejó la puerta abierta para que descubriera por mí mismo muchos de los beneficios de la naturaleza. Todavía hoy me habla me dice cosas. Mi yo interior me pide esa conexión con la naturaleza, plantar árboles, darles de beber, abrazarles, hablarles y comunicarme con ellos, meter las manos en la tierra y sentirla. Estoy vivo y la tierra me sigue hablando. Mi consejo. Siente la tierra y abraza un árbol, ¡siéntelo!.
*Comunicador desde 1991. Lo hace en Aragón Radio y Aragón Tv actualmente. Se inició en esto de aprender a contar lo que pasa en Radio Minuto, en la cadena Ser y Onda Cero, además de la Televisión Local de Teruel y DIARIO DE TERUEL.