Por Gonzalo Durán
Los ronquidos llenaban la habitación como los cañonazos de un ejército sin piedad y sin mesura. Guillermo estaba acostumbrado a los ruidos que hacía su tío mientras dormía, pero esa noche le estaban molestando, al día siguiente tenía que coger el tren a Valencia, en la estación del norte lo iban a estar esperando y no podía faltar.
Eran las tres de la madrugada y su cama se movía entre un barco a la deriva y un avión que se ha quedado sin queroseno pasando por los Andes. No había forma de dormir. Encendió la luz y se estiró para coger un libro de su mesilla de noche. El primero que tocó fue una antología de poemas de algún escritor español del siglo pasado, lo abrió usando el marcapáginas y se puso a leer un rato. Al cabo de unos minutos se dio cuenta de que miraba las letras en el papel pero no se enteraba de nada de lo que decían. Amor y sombras. Una mujer que se perdía en la niebla. Algo de un barco que era el mar hecho metal y los sueños del marinero pero que no dejaba de ser un barco. Guillermo dejó el libro donde estaba con cierto desdén, y se fue a la cocina a por un vaso de agua. Sabía que cuando el insomnio entraba en su cuerpo era inútil resistirse, era una batalla perdida, una cruenta guerra civil entre sueño y vigilia que siempre ganaba la segunda. Decidió vestirse con unos vaqueros gastados, una camiseta que había comprado en un bar de Granada y una sudadera vieja de su tío y salir a dar un paseo. Era mayo y Teruel no era precisamente un lugar con noches tropicales, así que aunque iba abrigado estaba pasando algo de frío. estuvo andando un tiempo respetable, hasta que finalmente se detuvo al lado de una fuente y bebió algo de agua. Siempre le habían gustado las fuentes públicas, especialmente aquellas de las que el agua sale muy fría, de las que tienes que parar a respirar después de unos pocos tragos para no acabar con tu garganta. Puede que fuera porque de donde el venía no había fuentes, al menos no las fuentes que conocemos nosotros.
Retomó el camino después de un momento y siguió andando hasta que se dio cuenta de que ya no había más ciudad por la que andar. Aunque llevaba un par de meses viviendo en Teruel con su tío, Guillermo no era de por aquí, y todavía no conocía muchas de las calles y muchos de los rincones de la ciudad. Había andado mucho tiempo, y ya no debía faltar mucho para que los primeros rayos del sol empezaran a calentar la tierra. Guillermo debía volver a casa de su tío, pero en lugar de eso traspuso los lindes de la ciudad y se metió en una zona de árboles (algún optimista hubiera podido llamarlo bosque) que empezaba a pocos metros. Nunca le había gustado vivir con su tío, de hecho nunca le había gustado su tío. Estaba bastante seguro de que ni siquiera era familia suya, pero no tenía muchas más opciones. Caminó por entre los árboles, mirando la corteza y las ramas y las hojas que a aquella hora eran de un verde irreal, casi negro, y que parecían cambiar de forma compinchadas unas con otras. Comenzaba a soplar una brisa fresca, que lo despeinó, y le hizo, sin saber muy bien por qué, acordarse de su infancia en un mundo muy distinto a este, más caluroso. Pensó en el amor por una tierra lejana. Solo en el amor, y en el miedo que tiene el amor a ser extinguido por la muerte.
Se sentía algo mareado, más bien como confuso, la confusión que experimenta alguien en un lugar que no es el suyo, sentía como si el bosque estuviera tratando de protegerlo de una amenaza difusa, que viniera desde más allá del suelo, desde más allá de los reinos ignotos de los bichos que viven bajo los pies de la tierra. Ya no pensaba en volver a casa, quería quedarse, quería preguntar a alguien si el mundo tenía sentido, pero sabía que la pregunta era más bien estúpida, o por lo menos muy ingenua, por lo que decidió que era mejor olvidarla. Guillermo se sentó en una especie de claro entre dos arboles muy anchos y miró la luna, que arrogante le devolvía una luz que ni siquiera era suya, y que podía ver dentro de su cabeza y dentro de su cuerpo, que podía distinguir las sensaciones que acampaban entre sus huesos y nombrarlas en algún idioma lejano y terrible. ¿Qué estaba haciendo ahí parado, con una sudadera que no era suya, a poco rato de que amaneciera, en algún lugar de las cercanías de una ciudad que tampoco era suya, mirando a una luna extraña? Guillermo se dijo que no era bueno pensar tanto las cosas, algo que por otra parte creía, aunque quizá de manera inconsciente, desde que era muy pequeño. Siempre había sido un chico que prefería la acción al razonamiento. Eso lo había hecho un poco menos infeliz, y le había permitido explorar ciertas cosas que les están vedadas a los doctos y a los cobardes.
Poco antes de que el sol comenzara su habitual golpe de estado, Guillermo empezó a notar que se le cerraban los párpados, y que un sueño poderoso se hacía con la disputada plaza de su mente. Intentó resistirse, supongo que porque al fin de al cabo no era muy prudente, ni muy fácil de explicar, quedarse dormido solo, entre unos árboles, un día cualquiera en medio de la civilización y en medio de un continente que se enorgullecía de haber dado a luz la máquina de vapor, las orgías y la democracia. Sin embargo, Guillermo se durmió. Cuando del cielo empezaron a llegar corrientes de aire de otras partes de la tierra, perseguidas por la arrogancia de la luz, los arboles habían formado ya una cúpula que lo protegía de la mayoría de los peligros.
A las diez y cuarenta y nueve minutos de la mañana, el tren salía de la estación de Teruel rumbo al Mediterráneo. Pocos minutos después un revisor dejaba escapar una mueca de ligero desconcierto al comprobar que el asiento 16A (ventanilla ) aparecía reservado pero no había nadie sentado en él. Mientras tanto, en el desierto mexicano, un pájaro negro rodeado de más pájaros negros lanzaba un grito que rompía el aire y reverberaba por las montañas, un grito casi humano que puso en guardia a centinelas que llevaban mucho tiempo soñando.
*Escribo desde pequeño, hasta ahora sobre todo me he centrado en la poesía, estudié psicología en Valencia y en diciembre del año pasado publiqué mi primer libro El tiempo en las ciudades con una editorial aragonesa.