Por Cristina Armunia
Los sollozos de la niña pequeña se oían por cada rincón de la inmensa casa. Era muy tarde para que estuviera despierta, pero su abuela estaba dormida y no la oía. La niña se desgarraba de tristeza en el cuarto de las dos camas de ochenta y de armario de cuatro hojas. Esa era su habitación cuando sus padres la dejaban con su abuela y esa noche la otra cama no la ocuparía nadie.
Entre las sábanas se estremecía de pena y de tristeza, sus aullidos recorrían los pasillos, las estancias, los baños y las escaleras. Los perros de las casas cercanas seguían con pleitesía sus protestas, ladraban acordes con la niña de ocho años que había empapado las mantas con lágrimas y que no se atrevía a salir de la habitación.
La casa de su abuela por la noche le daba miedo. Era un caserón antiguo, de escalones asimétricos, de portezuelas escondidas y de recovecos oscuros. Por el día era muy diferente, el sol penetraba en la casa por todas las ventanas y la llenaba de vida, los pájaros cantaban, los vecinos se acercaban a saludar y los gatos pedían comida muy risueños. Pero por la noche las sombras lo poblaban todo, el aire se volvía frío y los ruidos de los pisos superiores eran terroríficos.
Aunque la casa le causaba mucho respeto a la niña de ocho años, no siempre lloraba. De hecho, sus padres siempre decían que era una niña muy valiente, pero aquélla noche oscura, larga como la eternidad, cruenta como el asesinato, y en la soledad de la habitación de las dos camas de ochenta, la niña solo podía llorar y llorar.
De pronto, la puerta de la calle se abrió con su correspondiente chirrido agónico. Después se oyeron pasos que ascendían al piso principal, que poco después llegaron al umbral de la puerta de la niña.
¿Estás llorando? –dijo una voz conocida entre las tinieblas- ¿Qué te pasa? –la figura se aproximó hacia el cabecero de la cama de la niña y encendió una luz en la mesita.
Mi, mi, mi padre… Tengo miedo –y la niña lloró todavía más fuerte.
Tienes que dormir, es muy tarde.
La camiseta… tiene que quitársela.
Has tenido una pesadilla, todo está bien, sigue durmiendo –y su prima mayor abandonó la habitación.
La niña se cubrió la cabeza con las sábanas y la manta, tenía calor y frío a la vez. Le escocían los ojos de tanto lloro y le costaba mantener los párpados cerrados. No conseguía calmarse y estaba decidida a ir en busca de su padre, tenía que decirle que se quitase la camiseta porque aquello podía ser muy peligroso. Pero estaba sola, su abuela dormía y su prima se había vuelto a ir a la calle. Eran las fiestas de la ciudad y seguro que la estaban esperando. Si al menos hubiera podido decirle que avisara a su padre, pero no le salieron las palabras adecuadas y la única esperanza de salvar a su progenitor se había esfumado.
Cambió de posición en la cama, puso la cabeza en el lugar de los pies y los pies en el lugar de la cabeza. Contó hasta cien para dormirse. “Uno, dos, tres, cuatro, veinte, quince, cien…”. Pero no lo consiguió. Imaginó que un perro defendía su fortaleza inventada, que estaba en su cuarto con sus peluches, que iba de la mano con su madre y que su padre le traía un regalo de la oficina. Pero la pena le invadía, destrozaba su guardia fantasiosa y rompía de nuevo a llorar.
Unas horas más tarde volvió a oír la puerta de la entrada. Ahora los pasos que se aproximaban hacia el piso eran mucho más pesados. Ella gritó y pidió ayuda. “¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Mi padre tiene que quitarse la camiseta!”. Esta vez consiguió decir las palabras correctas para que por fin alguien le hiciera caso.
¿Qué estás haciendo? Vas a despertar a la abuela –dijo su primo mayor mientras abría la puerta de la habitación de las dos camas de ochenta.
Tengo que encontrar a mi padre y decirle que se quite la camiseta, que la tire a la basura y que no se la vuelva a poner.
Pero es tardísimo.
Es muy peligroso que la lleve puesta, eso lo tendrías que saber –insistió la niña, que seguía llorando y tenía la cara hinchada.
Bueno, pues vamos a buscarlos. Estarán en la peña, yo vengo de allí. Vístete.
La niña se puso la ropa en menos de un minuto, se asió a la mano de su primo mayor que parecía cansado y surcaron las calles llenas de gente. El gentío se congregaba en diferentes peñas y bailaba al ritmo de la música. El suelo estaba resbaladizo porque en su superficie había un combinado oscuro de bebidas y orín. La ciudad, que por el día era amistosa, serena y cuerda, esa noche festiva daba miedo. La niña pequeña esquivaba con sus diminutos pies los vasos rotos, las botellas vacías y a la gente que se tambaleaba por las aceras. Su primo la llevaba con la mano firme y sin hablar. Cuando llegaron a la peña, el lugar estaba casi vacío, sus padres ya no estaban allí.
¿Dónde están mis padres? ¿Se los han llevado?
¿Quién? Claro que no, estarán en casa.
Volvieron sobre sus pasos, la noche ganaba en virulencia y en olores rancios. A la niña le daba vueltas la cabeza, y no veía el momento de coger la camiseta de su padre y quemarla, romperla en mil pedazos, enterrarla en el desierto, arrojarla al mar. La madre de la niña contestó sobresaltada por el telefonillo. La niña subió los escalones a toda prisa y fue corriendo al cuarto de su padre.
Ha estado llorando toda la noche y por eso la he traído –dijo el primo mayor en tono de disculpa.
Papá, ¿dónde está la camiseta? Tienes que tirarla porque es muy peligroso.
El padre desconcertado se levantó de la cama, fue a la habitación de la lavadora, cogió la camiseta y se la mostró a la niña.
Hay que tirarla a la basura y hay que hacerlo ahora.
NOTA: El 13 de julio de 1997 la banda terrorista ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco en Lasarte, Gipuzkoa. Su angustioso rapto y asesinato provocó que en decenas de ciudades españolas se convocasen manifestaciones pidiendo la liberación del joven concejal del Partido Popular. En Teruel, las movilizaciones coincidieron con el comienzo de las fiestas de La Vaquilla del Ángel. Durante la puesta del ‘pañuelico’, acto con el que dan arranque los festejos, los cánticos de fiesta se tornaron en protesta pidiendo la liberación de Miguel Ángel Blanco. Las pancartas de las peñas, las camisetas de los peñistas y también sus caras y sus manos, se llenaron de frases contrarias a la banda terrorista y en proclamas por la libertad.
Los sollozos de la niña pequeña se oían por cada rincón de la inmensa casa. Era muy tarde para que estuviera despierta, pero su abuela estaba dormida y no la oía. La niña se desgarraba de tristeza en el cuarto de las dos camas de ochenta y de armario de cuatro hojas. Esa era su habitación cuando sus padres la dejaban con su abuela y esa noche la otra cama no la ocuparía nadie.
Entre las sábanas se estremecía de pena y de tristeza, sus aullidos recorrían los pasillos, las estancias, los baños y las escaleras. Los perros de las casas cercanas seguían con pleitesía sus protestas, ladraban acordes con la niña de ocho años que había empapado las mantas con lágrimas y que no se atrevía a salir de la habitación.
La casa de su abuela por la noche le daba miedo. Era un caserón antiguo, de escalones asimétricos, de portezuelas escondidas y de recovecos oscuros. Por el día era muy diferente, el sol penetraba en la casa por todas las ventanas y la llenaba de vida, los pájaros cantaban, los vecinos se acercaban a saludar y los gatos pedían comida muy risueños. Pero por la noche las sombras lo poblaban todo, el aire se volvía frío y los ruidos de los pisos superiores eran terroríficos.
Aunque la casa le causaba mucho respeto a la niña de ocho años, no siempre lloraba. De hecho, sus padres siempre decían que era una niña muy valiente, pero aquélla noche oscura, larga como la eternidad, cruenta como el asesinato, y en la soledad de la habitación de las dos camas de ochenta, la niña solo podía llorar y llorar.
De pronto, la puerta de la calle se abrió con su correspondiente chirrido agónico. Después se oyeron pasos que ascendían al piso principal, que poco después llegaron al umbral de la puerta de la niña.
¿Estás llorando? –dijo una voz conocida entre las tinieblas- ¿Qué te pasa? –la figura se aproximó hacia el cabecero de la cama de la niña y encendió una luz en la mesita.
Mi, mi, mi padre… Tengo miedo –y la niña lloró todavía más fuerte.
Tienes que dormir, es muy tarde.
La camiseta… tiene que quitársela.
Has tenido una pesadilla, todo está bien, sigue durmiendo –y su prima mayor abandonó la habitación.
La niña se cubrió la cabeza con las sábanas y la manta, tenía calor y frío a la vez. Le escocían los ojos de tanto lloro y le costaba mantener los párpados cerrados. No conseguía calmarse y estaba decidida a ir en busca de su padre, tenía que decirle que se quitase la camiseta porque aquello podía ser muy peligroso. Pero estaba sola, su abuela dormía y su prima se había vuelto a ir a la calle. Eran las fiestas de la ciudad y seguro que la estaban esperando. Si al menos hubiera podido decirle que avisara a su padre, pero no le salieron las palabras adecuadas y la única esperanza de salvar a su progenitor se había esfumado.
Cambió de posición en la cama, puso la cabeza en el lugar de los pies y los pies en el lugar de la cabeza. Contó hasta cien para dormirse. “Uno, dos, tres, cuatro, veinte, quince, cien…”. Pero no lo consiguió. Imaginó que un perro defendía su fortaleza inventada, que estaba en su cuarto con sus peluches, que iba de la mano con su madre y que su padre le traía un regalo de la oficina. Pero la pena le invadía, destrozaba su guardia fantasiosa y rompía de nuevo a llorar.
Unas horas más tarde volvió a oír la puerta de la entrada. Ahora los pasos que se aproximaban hacia el piso eran mucho más pesados. Ella gritó y pidió ayuda. “¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Mi padre tiene que quitarse la camiseta!”. Esta vez consiguió decir las palabras correctas para que por fin alguien le hiciera caso.
¿Qué estás haciendo? Vas a despertar a la abuela –dijo su primo mayor mientras abría la puerta de la habitación de las dos camas de ochenta.
Tengo que encontrar a mi padre y decirle que se quite la camiseta, que la tire a la basura y que no se la vuelva a poner.
Pero es tardísimo.
Es muy peligroso que la lleve puesta, eso lo tendrías que saber –insistió la niña, que seguía llorando y tenía la cara hinchada.
Bueno, pues vamos a buscarlos. Estarán en la peña, yo vengo de allí. Vístete.
La niña se puso la ropa en menos de un minuto, se asió a la mano de su primo mayor que parecía cansado y surcaron las calles llenas de gente. El gentío se congregaba en diferentes peñas y bailaba al ritmo de la música. El suelo estaba resbaladizo porque en su superficie había un combinado oscuro de bebidas y orín. La ciudad, que por el día era amistosa, serena y cuerda, esa noche festiva daba miedo. La niña pequeña esquivaba con sus diminutos pies los vasos rotos, las botellas vacías y a la gente que se tambaleaba por las aceras. Su primo la llevaba con la mano firme y sin hablar. Cuando llegaron a la peña, el lugar estaba casi vacío, sus padres ya no estaban allí.
¿Dónde están mis padres? ¿Se los han llevado?
¿Quién? Claro que no, estarán en casa.
Volvieron sobre sus pasos, la noche ganaba en virulencia y en olores rancios. A la niña le daba vueltas la cabeza, y no veía el momento de coger la camiseta de su padre y quemarla, romperla en mil pedazos, enterrarla en el desierto, arrojarla al mar. La madre de la niña contestó sobresaltada por el telefonillo. La niña subió los escalones a toda prisa y fue corriendo al cuarto de su padre.
Ha estado llorando toda la noche y por eso la he traído –dijo el primo mayor en tono de disculpa.
Papá, ¿dónde está la camiseta? Tienes que tirarla porque es muy peligroso.
El padre desconcertado se levantó de la cama, fue a la habitación de la lavadora, cogió la camiseta y se la mostró a la niña.
Hay que tirarla a la basura y hay que hacerlo ahora.
NOTA: El 13 de julio de 1997 la banda terrorista ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco en Lasarte, Gipuzkoa. Su angustioso rapto y asesinato provocó que en decenas de ciudades españolas se convocasen manifestaciones pidiendo la liberación del joven concejal del Partido Popular. En Teruel, las movilizaciones coincidieron con el comienzo de las fiestas de La Vaquilla del Ángel. Durante la puesta del ‘pañuelico’, acto con el que dan arranque los festejos, los cánticos de fiesta se tornaron en protesta pidiendo la liberación de Miguel Ángel Blanco. Las pancartas de las peñas, las camisetas de los peñistas y también sus caras y sus manos, se llenaron de frases contrarias a la banda terrorista y en proclamas por la libertad.