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El grito El grito
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Por Mario Hinojosa

“…y yo dormiré como antes de la invasión de los monstruos”.
Elena Garro


Un cierto asombro retrospectivo le heló la sangre y colisionó con las ruinas de su pasado. La dimensión del pánico se depositaba en estratos profundos, y él lo sabía bien. Fue en ese momento cuando sintió con violencia la irrupción aluvional de una tormenta perfecta.

Había seguido sus propias huellas en un desafío de veinte años de memoria sepultada. La N-234 había dejado de ser un cóctel de adelantamientos imposibles a camiones que como orugas se contoneaban por un asfalto cuarteado, y se llevaban puestos algunos balcones que colgaban de estrechísimas calles como extrañas metáforas de la proximidad, un hecho propicio para los más osados amantes de Verona o del Jiloca. Ahora todo ese ingenio del tiempo se había trasmutado en un prodigio de soledad al que le habían salido alas en forma de 747. ¡Qué asombroso!, pensó.

Contempló el edificio de Yoplait con su ya pálida flor anémica, como el que asiste a una muerte anunciada, un testigo decrépito que iba viendo como se volatilizaban las esperanzas, y que se iba convirtiendo poco a poco en el zócalo de bajada hacia el abismo de Nietzsche, ese al que él se asomaba cada mañana y que le devolvía su cara cada vez más cansada y triste. Se quedó absorto en las fisuras del tiempo, ese tiempo que no volvería, y se perdió en la frontera de los recuerdos, y se pasó la entrada a su destino.

Ella sujetaba La campana de cristal mientras hacía equilibrios en una cornisa, una coreografía a cinco centímetros del horror, flotaba desnuda, hermosa y frágil como una vaporosa figura esculpida en mármol de Carrara, fascinante y trágica. A cada paso exhumaba el dolor de estar viva, y reía mientras recitaba a Alejandra Pizarnik: “Y yo caminaría por todos los desiertos de este mundo y aún muerta te seguiría buscando, a ti, que fuiste el lugar del amor”. En las cicatrices que escondía el corazón de Sofía supuraban las pesadillas que vivirían en ella para siempre como diabólicos electrones alojados en una galaxia inmutable.

Él se decía en voz alta: “Jefe de unidad del siquiátrico, he conseguido la plaza”. Miró la loma desde abajo, le seguía abrumando la estampa imponente del edificio; desde niño recordaba cada noche esa historia de tuberculosos que le leía su padre, La montaña mágica, y avanzó como Hans Castorp hacia ese reino de penumbras, enfermedad y espanto.

Un acceso estrecho daba paso a un pinar caótico y a una zona de aparcamiento sobria. Apagó el motor, bajo la ventanilla, y como cometas fulgurantes aparecieron tres mujeres y dos hombres, calculó que no superarían los cincuenta años. Uno de los hombres se le acercó muy serio y lo miró con la profundidad bovina del que ve más allá, y como si pudiera diseccionar su pensamiento, en un parpadeo frenético le preguntó la hora cinco veces seguidas, sin concesiones, a una velocidad de vértigo, mientras le enseñaba su reloj Casio. Se aproximaba tanto que podía notar su aliento a cebolla cruda, y sentir la humedad de su saliva estampando su camisa recién estrenada, le estaba dejando un diseño de lo más curioso, casi se podría decir que era una suerte de puntillismo primitivo del nuevo Seurat del siglo XXI. Y como moscas se arremolinaron en torno a él los demás, le tiraban de la manga, gemían y se carcajeaban. Levantó la vista y la mole de cemento y ladrillo tapaba el sol. Rejas y más rejas, la necrosis narrativa de seres fantásticos que habitaban una rutina llena de sueños y espejismos.

Un mordisco en el estómago, la certeza de una ecuación por fin resuelta, veinte años después la vio. No había cambiado nada, estaba a la sombra de un pino inmenso, y hablaba al viento, con un lenguaje trabado, propio del niño que apenas sabe vocalizar, repetía un mantra de versos dando voces y alaridos, aquellos versos de Alfonsina Storni que tanto les gustaban cuando paseaban de la mano por la ribera del Turia: “Alguna vez, andando por la vida/por piedad, por amor,/como se da una fuente sin reservas,/yo di mi corazón.”

Le sobrecogía la polaridad de aquel fotograma entrambasaguas que ahora se congelaba en su cerebro con la simultaneidad de dos perspectivas que tienden a unirse en el infinito, el último beso, un escalofrío húmedo y fugitivo, una erección mal disimulada y una sonrisa perversa. Habían inventado una geografía donde no envejecerían los gestos, ni las promesas, ni los cuerpos, un mecanismo engrasado por palabras que poblarían para siempre ese espacio único de amor radical.

Ella se lanzó al agua, era invierno, y bailó entre el Guadalaviar y el Alfambra, y se quitó la ropa mojada mientras él estaba tan avergonzado como excitado, no se lanzó, nunca se lanzó. Al día siguiente la N-234 lo llevaría lejos, muy lejos, tanto que veinte años después todavía no se acuerda porque la dejó, eso sí, no podía olvidarla, y no lo hizo. No sabía vivir sin ella, y lo único que consiguió fue sobrevivir.

Por fin Sofía lo miró, ya no había elipsis, ni zonas de deseo postergado en cavernas platónicas, eran dos orillas enfrentadas, dos animales híbridos que se reconocen por el olor, un pentagrama de notas que se descuelgan a hachazos de la Novena sinfonía, un espesor asfixiante, un paroxismo al borde de la lágrima o de la huida, una última oportunidad en la Tierra.