Antes de empezar a escribir aclaro que en swahili hay un término para designar al hombre blanco: Mzungu. Suele ser normal que si uno camina por algún barrio de alguna ciudad o pueblo de Kenia escuche cómo la chiquillería grita exaltada Mzungu, mzungu… para advertir a los mayores que por esos pagos hay un blanquito. Lo habitual es que una vez localizado se forme una especie de procesión de niños pidiendo alguna golosina. Recuerdo una vez que iba con mi buen amigo Moses a comprar un poco de pan y alguna cosa más para una familia que llevaba varios días sin comer. Junto a la tiendecita en la que igual venden tarjetas de teléfono, legumbres y jabón, se encontraba una mamá con su criatura de tan apenas cuatro años. Posiblemente no hubiera visto mzungus ni siquiera en televisión, así que me confundió con un ser extraño totalmente diferente a los demás, le entró tanto miedo que se puso a llorar amarrándose con fuerza a las piernas de su madre.
Sin embargo la historia que quería contarles es diferente, en realidad es la adaptación de un cuento que he escuchado varias veces a un buen amigo. Trata de un mzungu que estaba buscando la granja de unos conocidos. Llegó un momento en que no estaba seguro de cuál era el camino correcto, así que paró su automóvil ante la primera casita que encontró. Junto a la choza había un pequeño huerto, unas cabras que amantaban a sus cabritillos, unas gallinas y una pila de leña seca.
El viajero preguntó por la granja de sus amigos al dueño de este terreno. Le dio a entender que no conocía a esa familia. Así que el extranjero siguió dándole pistas para intentar localizar el camino correcto. A cada pregunta la respuesta era la misma. No tenía la más mínima idea de esa gente, su granja o el lugar donde pudieran estar. El extranjero terminó tan exasperado que todo irritado le dijo que era un ignorante, que no sabía nada… El buen hombre escuchó con paciencia las recriminaciones que caían sobre él. Cuando le dejó hablar le contestó algo así como que tenía razón, que sabe pocas cosas, pero al menos él no estaba perdido.
Nuestro buen amigo, el hombre que tenía un huerto y unos animales domesticados, podía ser incluso un analfabeto, pero sabía dónde estaba y lo más importante, sabía cuál su destino, su meta, la razón de ser de su vida, de su existencia. Con frecuencia nos puede ocurrir lo mismo que al mzungu despistado, no sabemos dónde estamos, pero todavía peor es no saber cuál es nuestra misión en la vida.