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Durante un par de semanas he estado viviendo en Israel, un sueño que por fin se ha cumplido aprovechando una oportunidad excepcional. Fue un amigo el que me habló en octubre de la posibilidad de realizarlo, mi respuesta fue inmediata, no lo pensé ni un segundo, estaba convencido de que todo saldría bien. Sin embargo, cuando lo comenté con la familia y algunos amigos, no a todos les pareció bien, las noticias de los medios de comunicación no auguran tiempos de paz en esa tierra. Los bombardeos, los rehenes, la falta de entendimiento, no son buenos presagios para hacer viajes con final feliz.
Viví en Abu Ghosh, una pequeña ciudad muy cercana a Jerusalén con una población más o menos como la de nuestra Andorra. La mayor parte de los habitantes son árabes, disponiendo de una mezquita con cuatro colosales minaretes. Hay también un monasterio cristiano de la época de los cruzados, además de una iglesia con la advocación del Arca de la Alianza. Las ventajas que tiene esta ciudad es que se encuentra más o menos a mitad de camino del aeropuerto y de Jerusalén, es muy tranquila, se pueden hacer amigos con facilidad, y es un gusto tomar un café con los paisanos en cualquier terraza.
Una de las personas con las que hablé en varias ocasiones es un joven que trabaja en una tiendecita. Me explicó en un buen inglés que su sueño es ir a trabajar a Barcelona, donde tiene un amigo que no hace más que hablarle de las maravillas de España. Estaba dispuesto a recibir lecciones de español en el caso de que me quedara a vivir durante más tiempo en su pueblo. La razón de querer partir de su tierra es la falta de oportunidades, la dificultad de prosperar y hacer posibles los sueños en una tierra en la que es difícil soñar.
Pero lo que pretendía contarles es otra historia que sucedió la madrugada del día 14 de enero. Las alarmas hicieron sonar todas las sirenas a eso de las 3:15 de la madrugada en todos los lugares en los que se preveía que pudiera caer un misil lanzado por los islamistas hutíes desde Yemen. Los sistemas de defensa israelí lo detectaron, así que lanzaron otro misil que lo hizo explotar en el aire, evitando que alcanzara su objetivo. Sin embargo los restos quedaron diseminados por una amplia extensión dentro de los límites de un pueblecito llamado Mevo Beitar.
Hace unos días tuve la curiosidad de comprobar la distancia que hay entre este pueblo y el lugar en el que me alojé. Sólo diez kilómetros, una distancia pequeña si se tiene en cuenta que las zonas en las que sonaron las alarmas ocupaban cientos de kilómetros cuadrados y que el misil había recorrido nada menos que 2.300 kilómetros.
Aunque los daños que causaron los restos del artefacto no fueron de consideración, este hecho me ha ayudado a reflexionar sobre cómo es posible que cerca de Jerusalén, que para los cristianos es Tierra Santa, para los hebreos la Ciudad de la Paz, y para los árabes la Ciudad Santa, siga habiendo tanto odio, dolor y violencia.