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Juan Cañada

No hace mucho, de regreso de un viaje a Zaragoza, me detuve en Calamocha para saludar a un amigo. Charlamos un ratico, aunque como estaba con mucho trabajo no quise entretenerle demasiado. Iba bien de tiempo por lo que aproveché para hacer la compra semanal en un supermercado que está muy cerca. Coincidió con el tiempo de descanso de los alumnos del instituto Valle del Jiloca. Algunos de ellos fueron a comprar un bocadillo o alguna otra cosa. En unos minutos se produjo una pequeña revolución por los muchachos que iban de aquí para allá buscando un refresco y algo de comida.

Mientras esperaba en la caja para que me cobraran, observé cómo una muchacha buscaba los diez céntimos que le faltaban, la cajera con mucho cariño le ayudó a encontrarlos. El muchacho que tenía delante lucía una sonrisa tremenda en una cara de pillo todavía mayor, se notaba alegre, aunque también le afloraba cierta timidez o respeto por un ambiente en el que todavía no está familiarizado. La cajera le preguntó por quien deduje que era un familiar del jovencito. Le respondió que estaba mucho mejor, y que ya no se encontraba en el hospital. Intercambiaron alguna otra frase sobre la salud y situación de la enferma, concluyendo la conversación pidiendo que le diera recuerdos y que se alegraba mucho de la mejoría.

Me encantó ver cómo se vive el sentido de comunidad en ciudades que no son muy grandes, o en los pueblos y barrios de las ciudades. Sentir el dolor, la enfermedad o la muerte de un vecino es algo que se comparte, igual que las alegrías por el nacimiento de una nueva vida, el éxito profesional o personal. Ese sentido de comunidad es el que se ha perdido en muchas grandes ciudades, en las que parece que están condenadas a que nunca te atiendan los mismos empleados de siempre, en los que no hay vecinos que te presten la escalera o a los que regalar las verduras que se pueden estropear si te vas a un viaje de larga duración.

También es cierto que las envidias, las rencillas heredadas de generación en generación, y de las que no se recuerdan los orígenes de las mismas, la imaginación, arma utilizada por el diablo para agrandar los rasguños cotidianos y tal vez normales, producen esos malestares entre vecinos e incluso familiares. Concluyo pensando que ciudades como Calamocha son ideales para vivir por ese sentido de comunidad, de vecinos preocupados por el bien de los vecinos. Gracias, me disteis una lección de preocupación por los demás en la cola del supermercado.