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Juan Cañada

Hace un par de semanas Javier Silvestre publicó en este periódico otro de sus magníficos artículos titulado Niños Petardos. Qué envidia le tengo por su dominio de la palabra, por su ingenio y elegancia a la hora de escribir. No me sorprendió nada lo que expuso, pues esa misma sensación de estar en las mascletás valencianas la hemos soportado muchos en Teruel y no sólo en fiestas.

Durante las vaquillas de hace unos años llamé la atención a un niño de unos siete años. Llevaba un mechero de cocina y una bolsa llena de petardos. Sus padres caminaban unos metros por delante de él, lo que facilitaba que el pirómano prendiera fuego a todo aquello que estuviera a su alcance. Con educación le pedí que cesara por el malestar que provoca a los vecinos y viandantes. Como un cachorrillo herido en sus sentimientos, y eso que se lo pedí con mucha educación, fue corriendo hacia sus padres, lo que me permitió explicarles que los petardos no son un juego y no favorecen la convivencia con los vecinos. La madre comenzó a insultarme como si la hubiera poseído el diablo. A los pocos segundos entró en escena el padre, el cual, con evidencias de haber bebido más de lo que puede soportar, nombró a no sé cuántos santos, cerró el puño con gesto amenazador y disposición de practicar un remate de pelota mano. Menos mal que la madre entró en razón y le sugirió que siguieran su camino. Mientras tanto el niño seguía jugando a aprendiz de Nerón con una sonrisa victoriosa entre los labios.

Unos días después ocurrió algo parecido y llamé a la comisaria de la Policía Municipal. El agente que contestó la llamada es un hombre muy atento y educado. Su respuesta fue que los niños también tienen derecho a divertirse. Le contesté que en eso estamos todos de acuerdo, pero hay que buscar diversiones que no supongan un trastorno a los vecinos y viandantes, que puedan provocar amputaciones de dedos o problemas auditivos, y que formen parte de nuestras tradiciones y costumbres, los petardos no han sido y espero que no lo sean.

Hay otras ocasiones en las que el uso de tracas, mascletás y otras historias, se presenten en nuestra geografía provincial, me refiero a las bodas que se celebran en las iglesias, ayuntamientos y juzgados. Es bonito ver a los novios con sus galas, su alegría y una felicidad que no les cabe en el corazón. Tras la ceremonia aparecen los amigos de los novios dispuestos a estropearlo todo. Venga traca, petardos, cohetes, piñatas explosivas, cañones, bengalas, rociadores de humo y no sé cuántas cosas más.

La ordenanza de la ciudad de Teruel sólo incluye una vez la palabra petardo, indicando que está prohibido tirarlos a las papeleras. Son más abundantes las veces que se repite el término “ruido”, casi siempre en relación con la convivencia y el respeto a los demás. No sé si en la próxima revisión de nuestro compendio de civismo se debería incluir exigir que el uso lúdico de pirotecnia en lugares públicos, requiera la autorización municipal junto con un seguro para propios y viandantes. Podría ser una manera de hacer ver que los ingenios explosivos pueden ser peligrosos, además de alterar la paz de la ciudad y el disfrute de las fiestas.

Por mi parte los petardos más sonoros que he escuchado han sido en las manifestaciones de trabajadores de Nairobi de julio de 2023. Los que los tiraban eran agentes de la policía y del ejército. Petardos en forma de gases lacrimógenos, pelotas de goma y alguna bala despistada. El recuento de fallecidos superó los 70. Tal vez por eso no me gustan los ruidos estruendosos.