Creo que las mejores notas que he sacado en toda mi vida escolar han sido en las Navarretes. Al final del curso nos daban un pequeño diploma en el que casi siempre escribían en todos los apartados Sobresaliente. Eran los tiempos de niños con pantalón corto, flequillo y rodillas repletas de cicatrices. También de los madelman de algunos y del yoyó, de las canicas y de las chapas de todos. De las palomitas de la Dulce Alianza y del regaliz de palo de Dominguín. Tiempos en los que las noticias de las caras fantasmagóricas de Bélmez de la Moraleda nos producían pesadillas y de las que hablábamos entre nosotros con sigilo y a escondidas.
En las clases de las Navarretes hacíamos nuestras primeras lecturas y cuentas. Aprendíamos a socializar y a jugar, a divertirnos en un ambiente grato, excepto cuando había alguna disputa por el balón. Recuerdo la afabilidad de la srta. Emiliana, su dulzura y comprensión a la hora de corregir y educarnos. También el mes de mayo en el que participábamos en una procesión dando la vuelta a la manzana, llevando la imagen de la capilla a hombros de los niños seleccionados. Mientras tanto entonábamos alguna canción con todo el fervor que nos permitían nuestros pequeños pulmones. Terminadas las clases íbamos a casa a merendar algo, para después seguir jugando con los amigos a las canicas o hacer unas carreritas con los patines de cuatro ruedas en la recién reinaugurada Glorieta, asustando a quien se pusiera por medio. No faltó algún percance sangriento atendido en la antigua farmacia de Pizarro, quedando la cicatriz como prueba de que no éramos angelitos.
El patio de las Navarretes nos parecía gigante, en su suelo enladrillado jugábamos a fútbol con una bolsa de plástico rellena de los papeles de los bocadillos. Las puertas que había en los laterales eran el caldo de cultivo para nuestra sensible imaginación. Los mayores nos decían que en esos cuartos se escondían los monstruos y vampiros, por lo que evitábamos acercarnos por si se abrían accidentalmente y nos pudieran hacer daño. Era la época de las primeras amistades, de los amores imposibles, de los recuerdos que permanecen sin odio, de la risa y la sonrisa inocente.
Han pasado más de 50 años de esas historias de la infancia, de esas correrías de parvulitos por las calles de Teruel, en las que los coches, al igual que ahora, pasaban con desenfreno ignorando la presencia de niños. Me vienen a la memoria las historias que me sirven para reflexionar sobre lo que hemos podido hacer durante más de medio siglo, de nuestra aportación a la familia y a la sociedad. Pienso también en los niños de esta foto, yo incluido, en el trabajo y esfuerzos que hemos tenido que hacer en tantas circunstancias, saboreando los aromas del sufrimiento y del dolor, también de las alegrías y los gozos. Sin olvidar que muchos de ellos ya no están entre nosotros.
Antes de terminar estas líneas, he considerado oportuno visitar a la srta. Mari para enseñarle la foto y charlar un rato con ella. Me dice que le gustaría volver a vernos a todos.