Por David Remartínez
Hola, Luis. Buenos días. Soy David. Me han encargado que te reciba porque sé cocinar y porque me dedico a escribir sobre alimentación. Así te preparo el almuerzo y te doy algo de charla mientras espabilas. No soy muy inteligente, pero lo compenso a base de entusiasmo y cierta facundia, con lo cual también te harás una idea de cómo se comunica una persona estándar del siglo XXI. Bienvenido de nuevo. Te echamos de menos. Antes de nada, voy a sacarnos una foto juntos con este aparato que llevo en la mano para colgarla en un sitio. Luego te explico.
Bien, como no sabía qué te gusta comer por las mañanas, he apañado una mesa variada al estilo de tu época: huevos fritos, jamón serrano, aceite, tomates, magdalenas, melocotones recién cogidos del árbol, café cargado, vino en porrón, media hogaza de trigo y una asadura de ternasco, por si acaso te levantas con buena gana. Son muchos años los que llevas ahí abajo y supongo que el aire fresco te despertará el estómago. También he comprado una cajetilla de tabaco. Desconozco si en el ultramundo os dejan fumar, pero aquí se ha convertido en un lujo. Los pobres hemos tenido que volver a liar para permitirnos el vicio.
Bueno, en realidad ya no hay pobres, porque el capitalismo ha triunfado, estableciendo una prosperidad insólita. Esto te va a joder profundo, pero andabas totalmente equivocado defendiendo la fraternidad entre la gente corriente, la solidaridad obrera, el reparto de la riqueza y demás monsergas trasnochadas. Escupe todo el café que quieras, Luis, pero esto es así. Si hoy te propusieras rodar otro documental sobre la miseria, no encontrarías gente desnutrida: los humildes están gordos y los acomodados también, solo que queman el sobrepeso en gimnasios o directamente se lo extirpan en quirófanos. Hemos trasvasado la grasa de una clase social a otra. Las Hurdes lucen lorzas y la burguesía se las recoloca, manteniendo su encanto con una cirugía nada discreta, que imita los rostros vegetales de Giuseppe Arcimboldo a la par que aprieta nalgas y ciñe caderas.
Lo primero que tengo que contarte es eso: el hambre, en este siglo, engorda. Hay comida baratísima gracias al neoliberalismo, nuestra nueva doctrina política, con la que hemos suprimido el proletariado, la gandulería, la gusa y la fealdad. No me pongas esa cara de cordero bizco y prueba la asadura, que está buenísima.
Me ha costado encontrarla porque apenas las venden ya en las carnicerías. De hecho, quedan pocas carnicerías. Por cierto, ¿el ojo ese lo compraste en una? Yo he tenido que encargarla. Así que come tranquilo, porque voy a explicarte en detalle cómo hemos alcanzado la panacea social transformando la comida.
Básicamente, hemos convertido el campo en un mercado que cotiza en bolsa; los mercados, en espacios turísticos cuyos puestos de abastos los ocupan ahora bares muy caros; y hemos adaptado los restaurantes cotidianos como servicios a domicilio que no requieren camareros ni comedor. Con este mismo aparato con el que nos hemos sacado la foto, que en realidad es un teléfono, puedo pedirte cualquier plato y lo tendrás aquí en media hora. La comida viaja por las calles dentro de grandes cubos de parchís que cargan sobre sus hombros audaces pilotos de motos, bicicletas y patinetes. De lejos parecen jornaleros deslomados, perseguidos por el diablo, pero si te acercas compruebas que son trabajadores autónomos gozando de una libertad de horarios y movimiento que los comunistas no hubiérais soñado ni en vuestras fantasías bolcheviques sobre servicios públicos gratuitos y sueldos igualitarios. Hoy cualquiera puede ser rico si de verdad desea serlo. Solo tienes que creer en ti mismo, en lugar de radicalizarte en lo colectivo. Ahora militamos en nuestra individualidad, la auténtica libertad.
Estoy pensando que igual, en lugar de la asadura, te apetecen unos tacos mexicanos. Si quieres los pido, están de moda desde hace décadas gracias a los norteamericanos. Porque Estados Unidos se ha convertido en latino. Y París, en árabe. En Londres comen curry desde que nacen. Y en España, las tascas de barrio las regentan hosteleros chinos. Más que la ONU, las olimpiadas o la OTAN, nos ha unificado la comida, hasta clonar todas las culturas en una. Como te digo, caminamos hacia el individuo único.
No me digas que no estás flipando.
Pues espera, que hay más.
La agricultura ya no responde a las estaciones, ni tampoco conoce las plagas o siquiera los insectos. Plantamos semillas intervenidas en el laboratorio cuyos frutos impolutos recolectamos y embolsamos con el orden castrense de un estuche de pinturas. Los tomates, manzanas, judías, pimientos o pepinos germinan y maduran con la misma apariencia: rollizos, brillantes e inmaculados, siguiendo el mismo canon que los rostros quirúrgicos de Arcimboldo. Sin arrugas. Las sandías no llevan pepitas, las uvas se venden peladas para que las campanadas pasen más deprisa. Comemos melón en invierno y alcachofas en verano. Las cosechas se almacenan en contenedores, como si fueran coches, prolongando su uso cuanto se quiera, pudiendo venderlas cuando plazca y hasta especular con su precio, como si fueran hipotecas.
Los pollos, las vacas, los cerdos y hasta los peces se crían enjaulados. Así están más entretenidos, hablan entre ellos y no hace falta pastorearlos, recogerlos en el corral o pescarlos. También sus pechugas, chuletas o espinas de piscifactoría saben igual, independientemente de dónde se ubique la factoría animal, normalmente oculta entre nuestros paisajes de autopistas. Gracias a este progreso han desaparecido marranadas atávicas como los caracoles o los cangrejos de río.
Los huevos se venden fritos. El pan se hornea plastificado. Hay chuletones de bueyes extintos y millones de pavos que nadie ha visto nunca con cuyas carnes se fabrican fiambres desustanciados que han colonizado los frigoríficos. ¿Llegaste a conocer el chóped? Hoy el embutido se dispensa en lonchas finas y si es exquisito lo llamamos “carpaccio”. En los restaurantes tutiplén solo necesitan un langostino para hacerte un carpaccio de lujo. Otro prodigio.
Los niños desayunan leche descremada con vitaminas y proteínas añadidas. Los adultos, pienso con frambuesas secas, barbitúricos y yogures que curan el colesterol o que facilitan hacer de vientre (que ahora se denomina “tránsito intestinal”). El café se bebe andando (en tránsito también) para que haga más efecto en la cabeza y en el desagüe. Nadie almuerza, salvo en los pueblos, y creo que casi nadie merienda. Solo se mantienen las recenas en las bodas, como una costumbre exótica. Vivimos engolosinados, picoteando entre horas, sentados con bandejas en el regazo en lugar de apelotonados alrededor de una mesa con mantel. Charlamos con las pantallas, aliñamos ensaladas con mil lechugas de colores, inocuas e inodoras, sanísimas, idénticas.
En general, nos hemos liberado de la tediosa obligación de cocinar. No tiene sentido perder el tiempo entre fogones, cuchillos, pucheros y aromas cuando podemos dedicarlo a perseguir nuestros sueños. ¿Qué necesidad hay de guisar cuando puedes delegar el alimento en una multinacional, que además conoce tus gustos gracias a las comandas telefónicas? En breve nos resultarán inútiles hasta los cubiertos.
Prueba la asadura, joder, Luis, y deja de mirarme con esa cara de loco surrealista. Todo esto que te cuento es el progreso, El Progreso, con mayúsculas. Si no me crees, echa un ojo a la sección de política del periódico: verás que hemos suprimido también cualquier atisbo de dictadura, lo que tu llamabas fascistas, o fachas, gracias a una nueva generación de demócratas, verdes e inocuos como esas ensaladas que te comentaba.
Y si no me crees, aquí va la prueba definitiva: los nuevos reyes de España salieron en televisión, junto a sus hijas, comiendo lentejas.
Lentejas, Luis. Lentejas en Zarzuela.Me temo que no te quedan motivos ya ni para seguir siendo republicano.
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